Enviada a su sacra majestad del emperador nuestro señor, por el capitán general de la Nueva España, llamado don Fernando Cortés, en la cual hace relación de las tierras y provincias sin cuento que ha descubierto nuevamente en el Yucatán del año de diez y nueve a esta parte, y ha sometido a la corona real de Su Majestad.
En especial hace relación de una grandÃsima provincia muy rica, llamada Culúa, en la cual hay muy grandes ciudades y de maravillosos edificios y de grandes tratos y riquezas, entre las cuales hay una más maravillosa y rica que todas, llamada Tenustitlan, que está, por maravilloso arte, edificada sobre una grande laguna; de la cual ciudad y provincia es rey un grandÃsimo señor llamado Mutezuma; donde le acaecieron al capitán y a los españoles espantosas cosas de oÃr. Cuenta largamente del grandÃsimo señorÃo del dicho Mutezuma, y de sus ritos y ceremonias y de cómo se sirven.
Muy alto y poderoso y muy católico prÃncipe, invictÃsimo emperador y señor nuestro:
En una nao que de esta Nueva España de vuestra sacra majestad despaché a diez y seis dÃas de julio del año de quinientos y diez y nueve, envié a vuestra Alteza muy larga y particular relación de las cosas hasta aquella sazón, después que yo a ella vine, en ella sucedidas. La cual relación llevaron Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, Procuradores de la Rica Villa de la Vera Cruz, que yo el nombre de vuestra alteza fundé.
Y después acá, por no haber oportunidad, asà por falta de navÃos y estar yo ocupado en la conquista y pacificación de esta tierra, como por no haber sabido de la dicha nao y procuradores, no he tornado a relatar a vuestra majestad lo que después se ha hecho; de que Dios sabe la pena que he tenido. Porque he deseado que vuestra alteza supiese las cosas de esta tierra, que son tantas y tales que, como ya en la otra relación escribà se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con tÃtulo y no menos mérito que el de Alemaña, que por la gracia de Dios vuestra sacra majestad posee. Y porque querer de todas las cosas de estas partes y nuevos reinos de vuestra alteza decir todas las particularidades y cosas que en ellas hay y decir se debÃan, serÃa casi proceder a infinito.
Si de todo a vuestra alteza no diere tan larga cuenta como debo, a vuestra sacra majestad suplico me mande perdonar; porque ni mi habilidad, ni la oportunidad del tiempo en que a la sazón me hallo para ello me ayudan. Mas con todo, me esforzaré a decir a vuestra alteza lo menos mal que yo pudiere, la verdad y lo que al presente es necesario que vuestra majestad sepa. Y asimismo suplico a vuestra alteza me mande perdonar si todo lo necesario no contare, el cuándo y cómo muy cierto, y si no acertare algunos nombres, asà de ciudades y villas como de señorÃos de ellas, que a vuestra majestad han ofrecido su servicio y dádose por sus súbditos y vasallos. Porque en cierto infortunio ahora nuevamente acaecido, de que adelante en el proceso a vuestra alteza daré entera cuenta, se me perdieron todas las escrituras y autos que con los naturales de estas tierras yo he hecho, y otras muchas cosas.
En la otra relación, muy excelentÃsimo PrÃncipe, dije a vuestra majestad las ciudades y villas que hasta entonces a su real servicio se habÃan ofrecido y yo a él tenÃa sujetas y conquistadas. Y dije asà mismo que tenÃa noticia de un gran señor que se llamaba Mutezuma, que los naturales de esta tierra me habÃan dicho que en ella habÃa, que estaba, según ellos señalaban las jornadas, hasta noventa o ciento leguas de la costa y puerto donde yo desembarqué. Y que confiado en la grandeza de Dios y con esfuerzo del real nombre de vuestra alteza, pensara irle a ver a doquiera que estuviese, y aun me acuerdo que me ofrecÃ, en cuanto a la demanda de este señor, a mucho más de lo a mà posible, porque certifiqué a vuestra alteza que lo habrÃa, preso o muerto, o súbdito a la corona real de vuestra majestad'.
Y con este propósito y demanda me partà de la ciudad de Cempoal, que yo intitulé Sevilla, a diez y seis de agosto, con quince de bailo y trescientos peones lo mejor aderezados de guerra que yo pude y el tiempo dio a ello lugar, y dejé en la Villa de la Vera Cruz ciento y cincuenta hombres con dos de caballo, haciendo una fortaleza que ya tengo casi acabada; y dejé toda aquella provincia de Cempoal toda la sierra comercana a la villa, que serán hasta cincuenta mil hombres de guerra y cincuenta villas y fortalezas, muy seguros y pacifico y por ciertos y leales vasallos de vuestra majestad, como hasta ahora lo han estado y están, porque ellos eran súbditos de aquel señor Mutezuma, y según fui informado lo era por fuerza y de poco tiempo acá.
Y como por mà tuvieron noticias de vuestra alteza y de su muy grande y real poder, dijeron que querÃan ser vasallos de vuestra majestad y mis amigos, y que me rogaban que los defendiese de aquel gran señor que los tenÃa por fuerza y tiranÃa, y que les tomaba sus hijos para los matar y sacrificar a sus Ãdolos. Y me dijeron otras muchas quejas de él, y con esto han estado y están muy ciertos y leales en servicio de vuestra alteza y creo lo estarán siempre por ser libres la tiranÃa de aquél, y porque de mà han sido siempre bien tratados favorecidos. Y para más seguridad de los que en la villa quedaba traje conmigo algunas personas principales de ellos con alguna ge te, que no poco provechosos me fueron en mi camino.
Y porque, como ya creo, en la primera relación escribà a vuestra majestad que algunos de los que en mi compañÃa pasaron, que eran criados y amigos de Diego Velázquez, les habÃa pesado de lo que yo en servicio de vuestra alteza hacÃa, y aun algunos de ellos se me quisieron alzar e Ãrseme de la tierra, en especial cuatro españoles que se decÃan Juan Escudero y Diego Cermeño, piloto, y Gonzalo de UngrÃa, asà mismo piloto, y Alonso Peñate, los cuales, según lo que confesaron espontáneamente, tenÃan determinado de tomar un bergantÃn que estaba en el puerto, con cierto pan y tocinos, y matar al maestre de él, e irse a la isla Fernandina a hacer saber a Diego Velázquez cómo yo enviaba la nao que a vuestra alteza envié y lo que en ella iba y el camino que la dicha nao habÃa de llevar, para que el dicho Diego Velázquez pusiese navÃos en guarda para que la tomasen, como después que lo supo lo puso por obra, que según he sido informado envió tras la dicha nao una carabela. Y asà mismo confesaron que otras personas tenÃan la misma voluntad de avisar al dicho Diego Velázquez; y vistas las confesiones de estos delincuentes los castigué conforme a justicia y a lo que según el tiempo me pareció que habÃa necesidad y al servicio de vuestra alteza c*mplÃa.
Y porque demás de los que por ser criados y amigos de Diego Velázquez tenÃan voluntad de se salir de la tierra, habÃa otros que por verla tan grande y de tanta gente y tal, y ver los pocos españoles que éramos, estaban del mismo propósito, creyendo que si allà los navÃos dejase, se me alzarÃan con ellos, y yéndose todos los que de esta voluntad estaban, yo quedarÃa casi solo, por donde se estorbara el gran servicio que a Dios y a vuestra alteza en esa tierra se ha hecho, tu manera como, so color que los dichos navÃos no estaban para navegar, los eché a la costa por donde todos perdieron la esperanza de salir de la tierra. Y yo hice mi camino más seguro y sin sospechas q vueltas las espaldas no habÃa de faltarme la gente que yo en la vi habÃa de dejar.
Ocho o diez dÃas después de haber dado con los navÃos a la costa y siendo ya salido de la Vera Cruz hasta la ciudad de Cempoal, q está a cuatro leguas de ella, para de allà seguir mi camino, me hicieron saber de la dicha villa cómo por la costa de ella andaban cuatro navÃos, y que el capitán que yo allà dejaba habÃa salido de ellos con una barca, y les habÃa dicho que eran de Francisco de Garay", Teniente y Gobernador en la isla de Jamaica, y que venÃan a descubrir; y que el dicho capitán les habÃa dicho cómo yo en nombre de vuestra alteza tenÃa poblada esta tierra y hecha una villa allÃ, a una legua de donde los dichos navÃos andaban, y que allà podÃan ir con ellos y me harÃan saber de su venida, y si alguna necesidad trajesen se podrÃan reparar de ella, y que el dicho capitán los guiarÃa con la barca al puerto, el cual les señaló donde era. Y que a eso les habÃa respondido que ya habÃan visto el puerto, porque pasaron por frente de él, y que asà lo harÃan como 61 me lo decÃa; y que se habÃa vuelto con la dicha barca; y los navÃos no le habÃan seguido ni venido al puerto y que todavÃa andaban por la costa y que no sabÃa qué era su propósito pues no habÃan venido al dicho puerto.
Y visto lo que el dicho capitán me hizo saber, a la hora me partà para la dicha villa, donde supe que los dichos navÃos estaban surtos tres leguas la costa abajo, y que ninguno no habÃa saltado en tierra. Y de allà me fui por la costa con alguna gente para saber lengua, y ya que casi llegaba a una legua de ellos encontré con tres hombres de los dichos navÃos entre los cuales venia uno que decÃa ser escribano, y los dos traÃan, según me dijo, para que fuesen testigos de cierta notificación, que dizque el capitán le habÃa mandado que me hiciese de su parte un requerimiento que allà traÃa, en el cual se contenÃa que me hacÃa saber como él habÃa descubierto aquella tierra y querÃa poblar en ella.
Por tanto, que me requerÃa que partiese con él los términos, porque su asiento querÃa ser cinco leguas la costa abajo, después de pasada Nautecal, que es una ciudad que es doce leguas de la dicha villa, que ahora se llama AlmerÃa, a los cuales yo dije que viniese su capitán y que se fuese con los navÃos al puerto de la Vera Cruz y que allà nos hablarÃamos y sabrÃa de qué manera venÃan, y si sus navÃos y gente trajesen alguna necesidad, les socorrerÃa con lo que yo pudiese, y que pues él decÃa venir en servicio de vuestra sacra majestad, que yo no deseaba otra cosa sino que se me ofreciese en q sirviese a vuestra alteza, y que en le ayudar creÃa que lo hacÃa.
Ellos me respondieron que en ninguna manera el capitán ni o gente vendrÃa a tierra ni adonde yo estuviese, y creyendo que debà de haber hecho algún daño en la tierra, pues se recelaban de ve ante mÃ, ya que era noche me puse secretamente junto a la costa la mar, frontero de donde los dichos navÃos estaban surtos, y allà eme` tuve en cubierto hasta otro dÃa casi a medio dÃa, creyendo que el capitán o piloto saltarÃan en tierra, para saber de ellos lo que habÃan andado, y si algún daño hubiesen hecho en la tierra, enviarlos a vuestra sacra majestad; y jamás salieron ellos ni otra persona.
Visto que no salÃan, hice quitar los vestidos de aquellos que venÃan a hacerme el requerimiento y se los vistiesen otros españoles de los de mi compañÃa, los cuales hice ir a la playa y que llamasen a los de los navÃos. Y visto por ellos, salió a tierra una barca con hasta diez o doce hombres con ballestas y escopetas, y los españoles que llamaban de la tierra se apartaron de la playa a unas matas que estaban cerca, como que se iban a la sombra de ellas; y asà saltaron cuatro, los dos baile teros y los dos escopeteros, los cuales como estaban cercados de gente que yo tenÃa en la playa puesta, fueron tomados. Y el uno ellos era maestre de la una nao, el cual puso fuego a una escope matara aquel capitán que yo tenÃa en la Vera Cruz, sino que q Nuestro Señor que la mecha no tenÃa fuego.
Los que quedaron en la barca se hicieron a la mar, y antes que gasen a los navÃos ya iban a la vela sin aguardar ni querer que de e se supiese cosa alguna, y de los que conmigo quedaron me informé cómo habÃan llegado a un rÃo que está treinta leguas la costa a después de pasada AlmerÃa, y que allà habÃan habido buen acogimiento de los naturales, y que por rescate les habÃan dado de comer y que habÃan visto algún oro que traÃan los indios, aunque poco, y habÃan rescatado hasta tres mil castellanos de oro y que no habÃan saltado en tierra, más de que habÃan visto ciertos pueblos en la ribera del rÃo tan cerca, que de los navÃos los podÃan bien ver.
Y que no habÃa edificios de piedra sino que todas las casas eran de paja, excepto que los suelos de ellas tenÃan algo altos y hechos de mano; lo cual todo después supe más por entero de aquel gran señor Mutezuma, y de ciertas lenguas de aquella tierra que él tenÃa consigo, a las cuales y a un indio que en los dichos navÃos traÃan del dicho rÃo, que también yo les tomé, envié con otros mensajeros del dicho Mutezuma para que hablasen al señor de aquel rÃo que se dice Pánuco, para le atraer al servicio de vuestra sacra majestad. Y él me envió con ellos una persona principal y aun, según decÃa, señor de un pueblo, el cual me dio de su parte cierta ropa y piedras y plumajes, y me dijo que él y toda su tierra están muy contentos de ser vasallos de vuestra majestad y mis amigos.
Yo les di otras cosas de las de España, con que fue muy contento, y tanto que cuando los vieron otros navÃos del dicho Francisco de Garay, de que adelante a vuestra alteza haré relación, me envió a decir el dicho Pánuco cómo los dichos navÃos estaban en otro rÃo, lejos de allà hasta cinco o seis jornadas, y que les hiciese saber si eran de mi naturaleza los que en ellos venÃan, porque les darÃan lo que hubiesen menester, y que les habÃan llevado ciertas mujeres y gallinas y otras cosas de comer.
Yo fuÃ, muy poderoso Señor, por la tierra y señorÃo de Cempoal, tres jornadas donde de todos los naturales fui muy bien recibido y hospedado; y a la cuarta jornada entré en una provincia que se llama Sienchimalen, en que hay en ella una villa muy fuerte y puesta en recio lugar, porque está en una ladera una sierra muy agra, y para la entrada no hay sino un paso de escalera, que es imposible pasar sino gente de pie, y aun con harta dificultad si los naturales quieren defender el paso.
En lo llano hay muchas aldeas y alquerÃas de a quinientos y a trescientos y doscientos labradores, que serán por todos hasta cinco o seis mil hombres de guerra, y esto es del señorÃo de aquel Mutezuma. Y aquà me recibieron muy bien y me dieron muy c*mplidamente los bastimentos necesarios para mi camino, y me dijeron que bien sabÃan que yo iba a ver a Mutezuma su señor, y que fuese cierto que él era mi amigo y les habÃa enviado a mandar que en todo caso me hiciesen muy buen acogimiento, porque en ello les servirÃan; y yo les satisfice a su buen comedimiento diciendo que vuestra majestad tenÃa noticia de él y me habÃan mandado que le viese, y que yo no iba a más de verle. Asà pasé un puerto que está al fin de esta provincia, al que pusimos de nombre el puerto de Nombre de Dios, por ser el primero que en estas tierras habÃamos pasado, el cual es tan agro y alto que no lo hay en España otro tan dificultoso de pasar, el cual pasé seguramente y sin contradicción alguna; y a la bajada del dicho puerto están otras al querÃas de una villa y fortaleza que se dice Ceyxnacan, que asà mismo era del dicho Mutezuma, que no menos que de los de Sienchimalen fuimos bien recibidos y nos dijeron de la voluntad de Mutezuma lo que los otros nos habÃan dicho, y yo asà mismo los satisfice.
Desde aquà anduve tres jornadas de despoblado y tierra inhabitable a causa de su esterilidad y falta de agua y muy grande frialdad que en ella hay, donde Dios sabe cuanto trabajó la gente, padeció de sed y de hambre, en especial de un turbión de piedra y agua que nos tomó en el dicho despoblado, de que pensé que perecerÃa mucha gente de frÃo, y asà murieron ciertos indios de la isla Fernandina, que iban mal arropados.
Al cabo de estas tres jornadas pasamos otro puerto, aunque no tan agro como el primero, y en lo alto de él estaba una torre pequeña casi como humilladero, donde tenÃan ciertos Ãdolos, y alderredor de la torre más de mil carretas de leña cortada, muy dispuesta a cuyo respecto le pusimos nombre el Puerto de la Leña; y a la bajada del dicho puerto entre unas tierras muy agras, está un valle muy poblado de gente que, según pareció, debÃan ser gente pobre. Después de haber andado dos leguas por la población sin saber de ella, llegué a un asiento algo más llano, donde pareció estar el señor de aquel valle, que tenÃa las mejores y mas bien labradas casas que hasta entonces en esta tierra habÃamos visto, porque era todas de canterÃa labradas y muy nuevas, y habÃa en ellas muchas y muy grandes y hermosas salas y muchos aposentos muy bien obrados. Este valle y población se llama CaltanmÃ. Del señor y gente fui muy bien recibido y aposentado.
Después de haberle hablado de parte de vuestra majestad y le haber dicho la causa de mi venida a estas partes, le pregunté si él era vasallo de Mutezuma o si era de otra parcialidad alguna, el cual, casi admirado de lo que le preguntaba, me respondió diciendo que quién no era vasallo de Mutezuma, queriendo decir que allà era señor del mundo. Yo le torné aquà a decir y replicar el gran poder de vuestra majestad, y otros muy muchos y muy mayores señores, que no Mutezuma, eran vasallos de vuestra alteza, y aun que no lo tenÃan en pequeña merced, y que asà lo habÃa de ser Mutezuma y todos los naturales de estas tierras, y que asà lo requerÃa a él que lo fuese, porque siéndolo, serÃa muy honrado y favorecido, y por el contrario, no queriendo obedecer, serÃa punido.
Y para que tuviese por bien de le mandar recibir a su real servicio, que le rogaba que me diese algún oro que yo enviase a vuestra majestad, y él me respondió que oro, que él lo tenÃa, pero que no me lo querÃa dar si Mutezuma no se lo mandase, y que mandándolo él, que el oro y su persona y cuanto tuviese darÃa. Por no escandalizarle ni dar algún desmán a mi propósito y camino, disimulé con él lo mejor que pude y le dije que muy presto le enviarÃa a mandar Mutezuma que diese el oro y lo demás que tuviese.
Aquà me vinieron a ver otros dos señores que en aquel valle tenÃan su tierra, el uno cuatro leguas valle abajo y el otro dos leguas arriba, y me dieron ciertos collarejos de oro de poco peso y valor y siete u ocho esclavas; y dejándolos asà muy contentos, me partà después de haber estado allà cuatro o cinco dÃas, y me pasé al asiento del otro señor que está casi dos leguas que dije, el valle arriba, que se dice Istacmastitán. El señorÃo de éste serán tres o cuatro leguas de población, sin salir casa de casa, por lo llano de un valle, ribera de un rÃo pequeño que va por él, y en un cerro muy alto está la casa del señor con la mejor fortaleza que hay en la mitad de España, y mejor cercada de muro y barbacanes y cavas.
Y en lo alto de este cerro tendrá una población de hasta cinco o seis mil vecinos, de muy buenas casas y gente algo más rica que no la del valle abajo. Aquà mismo fuà muy bien recibido, y también me dijo este señor que era vasallo de Mutezuma, y estuve en este asiento tres dÃas, asà por me reparar de los trabajos que en el despoblado la gente pasó, como por esperar cuatro mensajeros de los naturales de Cempoal que venÃan conmigo, que yo desde Catalmi habÃa enviado a una provincia muy grande que se llama Tascalteca, que me dijeron que estaba muy cerca de allÃ, como de verdad pareció; y me habÃan dicho que los naturales de esta provincia eran sus amigos de ellos y muy capitanes enemigos de Mutezuma, y que me querÃan confederar con ellos porque eran muchos y muy fuerte gente; y que confinaba su tierra por todas partes con la del dicho Mutezuma, y que tenÃan con él muy continuas guerras y que creÃa se holgar la conmigo y me favorecerÃan si el dicho Mutezuma se quisiese poner en algo conmigo''.
Los cuales dichos mensajeros en todo el tiempo que estuve en el dicho valle, que fueron por todos ocho dÃas, no vinieron; y yo pregunté a aquellos principales de Cempoal que iban conmigo, que cómo no venÃan los dichos mensajeros, y me dijeron que debÃa de ser lejos y que no podrÃan venir tan aÃna. Y yo, viendo que se dilataba su venida y que aquellos principales de Cempoal me certificaban tanto la amistad y seguridad de los de esta provincia, me partà para allá.
Y a la salida del dicho valle hallé una gran cerca de piedra seca, tan alta como estado y medio, que atravesaba todo el valle de la una sierra a la otra, y tan ancha como veinte pies, y por toda ella un pretil de pie y medio de ancho para pelear desde encima y no más de una entrada, tan ancha como diez pasos; y en esta entrada doblada la una cerca sobre la otra a manera de rebellÃn, tan estrecho como cuarenta pasos, de manera que la entrada fuese a vueltas y no a derechas. Preguntada la causa de aquella cerca, me dijeron que la tenÃa porque eran fronteros de aquella provincia de Tascalteca, que eran enemigos de Mutezuma y tenÃan siempre guerra con ellos. Los naturales de este valle me rogaron que pues que iba a ver a Mutezuma su señor, que no pasase por la tierra de estos sus enemigos porque por ventura serÃan malos y me harÃan algún daño, que ellos me llevarÃan siempre por tierra del dicho Mutezuma sin salir de ella, y que en ella serÃa siempre bien recibido. Y los de Cempoal me decÃan que no lo hiciese, sino que fuese por allÃ; que lo que aquéllos me decÃan era por me apartar de la amistad de aquella provincia, y que eran malos traidores todos los de Mutezuma y que me llevarÃan a meter donde no pudiese salir.
Y porque yo de los de Cempoal tenÃa más concepto que de los otros, tomé su consejo, que fue seguir el camino de Tascalteca llevando a mi gente al mejor recado que yo podÃa, y yo con hasta seis de caballo iba adelante bien media legua y más, no con pensamiento de lo que después se me ofreció, pero por descubrir la tierra, para que si algo hubiese, y lo supiese y tuviese lugar de encontrar y apercibir la gente.
Y después de haber andado cuatro leguas, enc*mbrando un cerro, dos de caballo que iban delante de mÃ, vieron ciertos indios con sus plumajes que acostumbran traer en las guerras, y con sus espadas y rodelas, los cuales indios como vieron los de caballo, comenzaron a huir. A la sazón llegaba yo e hice que los llamasen y que viniesen y no hubiesen miedo; y fui más hacia donde estaban, que serÃa hasta quince indios, y ellos se juntaron y comenzaron a tirar cuchilladas y a dar voces a la otra su gente que estaba en un valle, y pelearon con nosotros de tal manera, que nos mataron dos caballos e hirieron otros tres y a dos de caballo.
Y en esto salió la otra gente, que serÃa hasta cuatro o cinco mil indios, y ya se habÃan llegado conmigo hasta ocho de caballo sin los otros muertos, y peleamos con ellos haciendo algunas arremetidas hasta esperar los españoles que con uno de caballo habÃan enviado a decir que anduviesen. Y en las vueltas les hicimos algún daño en que matarÃamos cincuenta o sesenta de ellos sin que daño alguno recibiésemos, puesto que peleaban con mucho denuedo y ánimo; pero como todos éramos de caballo, arremetÃamos a nuestro salvo y salimos asà mismo.
Y desde que supieron que los nuestros se acercaban, se retrajeron porque eran pocos y nos dejaron el campo. Y después de haberse ido
vinieron ciertos mensajeros que dijeron ser de los señores de la dicha provincia y con ellos dos de los mensajeros que yo habÃa enviado, los cuales dijeron que los dichos señores no sabÃan nada de lo que aquéllos habÃan hecho, que eran comunidades y sin su licencia lo habÃan hecho y que a ellos les pesaba, que me pagarÃan los caballos que me habÃan matado, que querÃan ser mis amigos y que fuera en hora buena, que serÃa bien recibido. Yo les respondà que lo agradecÃa, que los tenÃa por amigos y que yo irÃa como ellos decÃan. Aquella noche me fue forzado dormir en un arroyo, una legua adelante donde esto acaeció, asà por ser tarde como porque la gente venÃa cansada.
Allà estuve al mejor recaudo que pude con mis velas y escuchas, asà de caballo como de pie, hasta que fue el dÃa, que partà llevando mi delantera y recuaje bien concertadas y mis corredores delante. Y llegando a un pueblo pequeñuelo, ya que salÃa el sol, vinieron los otros dos mensajeros llorando, diciendo que los habÃan atado para matarlos y que ellos se habÃan escapado aquella noche.
Y no dos tiros de piedra de ellos, asomó mucha cantidad de indios muy armados y con ' gran grita y comenzaron a pelear con nosotros tirándonos muchas va ras y flechas y yo les comencé a hacer mis requerimientos en focon las lenguas que conmigo llevaba, por ante escribano. Y cuan más me paraba a amonestarlos y requerir con la paz, tanto más prisa nos daban, ofendiéndonos cuanto ellos podÃan y viendo que aprovechaban requerimientos ni protestaciones, comenzamos a defendernos como podÃamos y asà nos llevaron peleando hasta meternos entre más de cien mil hombres de pelea que por todas partes tenÃan cercados y pelearnos con ellos y ellos con nosotros, todo el hasta una hora antes de puesto el sol, que se retrajeron, en que media docena de tiros de fuego, con cinco o seis escopetas, cuarta ballesteros y con los trece de caballo que me quedaron, les hice mucho daño sin recibir de ellos ninguno, más del trabajo, cansan de pelear y el hambre. Bien pareció que Dios fue el que por nosotros peleó, pues entre tanta multitud de gente tan animosa y diestra pelear y con tantos géneros de armas para ofendernos, salimos tan libres.
Aquella noche me hice fuerte en una torrecilla de sus Ãdolos, que estaba en un cerrito y luego, siendo de dÃa, dejé en el real dosciento s hombres y toda la artillerÃa. Y por ser yo el que acometÃa salà a ellos con los de caballos y cien peones y cuatrocientos indios de los que traje de Cempoal y trescientos de Iztamestitan.
Y antes que hubiese lugar de juntarse, les quemé cinco o seis lugares pequeños de hasta cien vecinos y traje cerca de cuatrocientas personas, entre hombres y mujeres, presos y me cogà al real peleando con ellos sin que daño ninguno me hiciesen. Otro dÃa en amaneciendo, dan sobre nuestro real más de ciento cuarenta y nueve mil hombres que cubrÃan toda la tierra, tan determinadamente, que algunos de ellos entraron dentro de él y anduvieron a cuchilladas con los españoles y salimos a ellos y quiso Nuestro Señor en tal manera ayudarnos, que en obra de cuatro horas habÃamos hecho lugar paz que en nuestro real no nos ofendiesen puesto que todavÃa hacÃan algunas arremetidas. Y asà estuvimos peleando hasta que fue tarde, que se retrajeron.
Otro dÃa torné a salir por otra parte antes que fuese de dÃa, sin ser sentido de ellos, con los de caballo, cien peones y los indios mis amigos y les quemé más de diez pueblos, en que hubo pueblo de ellos de más de tres mil casas y allà pelearon conmigo los del pueblo, que otra gente no debÃa de estar allÃ. Y como traÃamos la bandera de la cruz y pugnábamos por nuestra fe y por servicio de vuestra sacra majestad en su muy real ventura, nos dio Dios tanta victoria que les matamos mucha gente, sin que los nuestros recibiesen daño. Y poco más de mediodÃa, ya que la fuerza de la gente se juntaba de todas partes, estábamos en nuestro real con la victoria habida.
Otro dÃa siguiente vinieron mensajeros de los señores diciendo que ellos querÃan ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos y que me rogaban les perdonase el yerro pasado. Yo les respondà que ellos habÃan hecho mal, pero que yo era contento de ser su amigo y perdonarles lo que habÃan hecho. Otro dÃa siguiente vinieron hasta cincuenta indios que, según pareció, eran hombres de quien se hacÃa caso entre ellos, diciendo que nos venÃan a traer de comer y comienzan a mirar las entradas y salidas del real y algunas chozuelas donde estábamos a posentados.
Y los de Cempoal vinieron a mi y dijéronme que mirase que aquellos eran malos y que venÃan a espiar y mirar cómo nos podrÃan dañar y que tuviese por cierto que no venÃan a otra cosa. Yo hice tomar uno de ellos disimuladamente, que los otros no lo vieron y me aparté con él y con las lenguas y le amedrenté para que me dijese la verdad, el cual confesó que Sintengal, que es el capitán general de esta provincia, estaba detrás de unos cerros que estaban fronteros del real, con mucha cantidad de gente para dar aquella noche sobre nosotros, porque decÃan que ya se habÃan probado de dÃa con nosotros, que no les aprovechaba nada y que querÃan probar de noche porque los suyos no temiesen los caballos ni los tiros ni las espadas y que los habÃan enviado a ellos para que viesen nuestro real y laso: partes por donde nos podÃan entrar y cómo nos podrÃan quemar aquellas chozas de paja. Luego hice tomar otro de los dichos indios y le pregunté asimismo y confesó lo que el otro por las mismas palabras. Y de éstos tomé cinco o seis, que todos confirmaron en sus dichos. Y visto, los mandé tomar a todos cincuenta y cortarles las manos y los envié que dijesen a su señor que de noche y de dÃa y cada cuando él viniese, verÃan quién éramos.
Hice yo fortalecer mi real a lo mejor que pude y poner la gente en las estancias que me pareció que convenÃan y asà estuve sobre aviso, hasta que se puso el sol y ya que anochecÃa comenzó a bajar la ge te de los contrarios por dos valles y ellos pensaban que venÃan secretos para cercarnos y ponerse más cerca de nosotros para ejecutar propósito y como yo estaba tan avisado, los vi y me pareció que dejarlos llegar al real, que serÃa mucho daño, porque de noche como viesen lo que de mi parte se les hiciese, llegarÃan más sin temor y esta bien porque los españoles no viéndolos, algunos tendrÃan alguna flaqueza en el pelear y temà que me pusieran fuego, lo cual si acaeciera fuera tanto daño que ninguno de nosotros escapara y determiné de salirles al encuentro con toda la gente de caballo para espanta o desbaratar en manera que ellos no llegasen y asà fue que, como n sintieron que Ãbamos con los caballos a dar sobre ellos sin ningún tener ni grita se metieron por los maizales, de que toda la tierra taba casi llena y aliviaron algunos de los mantenimientos que traÃan para estar sobre nosotros, si de aquella vez del todo nos pudiesen arrancar y asà se fueron por aquella noche y quedamos seguros. Después de pasado esto, estuve ciertos dÃas que no salà de nuestro real más del redor para defender la entrada de algunos indios que nos venÃan a gritar y hacer algunas escaramuzas.
Y después de estar algo descansados, salà una noche después de rondada la guarda de la prima, con cien peones, con los indios nuestros amigos y con los de caballo. Y a una legua del real se me cayeron cinco de los caballos y yeguas que llevaba, que en ninguna manera los pude pasar adelante y los hice volver. Y aunque todos los de mi compañÃa decÃan que me tornase porque era mala señal, todavÃa seguà mi camino considerando que Dios es sobre natura y antes que amaneciese di sobre dos pueblos, en que maté mucha gente y no quise quemar las casas por no ser sentido con los fuegos de las otras poblaciones que estaban muy juntas. Y ya que amanecÃa di en otro pueblo tan grande, que se ha hallado en él, por visitación que yo hice hacer, más de veinte mil casas.
Y como los tomé de sobresalto, salÃan desarmados y las mujeres y niños desnudos por las calles y comencé a hacerles algún daño y viendo que no tenÃan resistencia vinieron a mà ciertos principales del dicho pueblo a rogarme que no les hiciésemos más mal porque ellos querÃan ser vasallos de vuestra alteza y mis amigos y que bien veÃan que ellos tenÃan la culpa en no haberme querido servir, pero que de allà en adelante yo verla como ellos harÃan lo que yo en nombre de vuestra majestad les mandase y que serÃan muy verdaderos vasallos suyos. Y luego vinieron conmigo más de cuatro mil de ellos de paz y me sacaron fuera a una fuente, muy bien de comer y asà los dejé pacÃficos y volvà a nuestro real donde hallé la gente que en él habÃa dejado harto atemorizada creyendo que se me hubiera ofrecido algún peligro, por lo que la noche antes habÃan visto en volver los caballos y yeguas.
Después de sabida la victoria que Dios nos habÃa querido dar y cómo dejaba aquellos pueblos de paz, hubieron mucho placer, porque certifico a vuestra majestad que no habÃa tal de nosotros que no tuviese mucho temor por vernos tan dentro en la tierra y entre tanta y tal gente y tan sin esperanzas de socorro de ninguna parte, de tal manera que ya a mis oÃdos oÃa decir por los corrillos y casi público, que habÃa sido Pedro Carbonero que los habÃa metido donde nunca podrÃan salir y aún más oà decir en una choza de ciertos compañeros estando donde ellos no me veÃan, que si yo era loco y me metÃa donde nunca podrÃa salir, que no lo fuesen ellos, sino que se volviesen a la mar y que si yo quisiese volver con ellos, bien y si no, que me dejasen. Muchas veces fui de esto por muchas veces requerido y yo los animaba diciéndoles que mirasen que eran vasallos de vuestra alteza Y que jamás en los españoles en ninguna parte hubo falta y que estábamos en disposición de ganar para vuestra majestad los mayores reinos y señorÃos que habÃa en el mundo y que demás de hacer lo que como cristianos éramos obligados, en pugnar contra los enemigos de nuestra fe y por ello en el otro mundo ganábamos la gloria y en éste conseguÃamos el mayor prez y honra que hasta nuestros tiempos ninguna generación gano. Y que mirasen que tenÃamos a Dios de nuestra parte y que a él ninguna cosa le es imposible y que lo viesen por las victorias que habÃamos habido, donde tanta gente de los enemigos habÃan muerto y de los nuestros ningunos; y les dije otras cosas que me pareció decirles de esta calidad, que con ellas y con el real favor de vuestra alteza cobraron mucho ánimo y los atraje a mi propósito y a hacer lo que yo deseaba, que era dar fin a mi demanda comenzada.
Otro dÃa siguiente, a hora de las diez, vino a mà Sicutengal, el capitán general de esta provincia, con hasta cincuenta personas principales de ella y me rogó de su parte y de la de Magiscasin, que es la más principal persona de toda la provincia y de otros muchos seño res de ella, que yo les quisiese admitir al real servicio de vuestra alteza y a mi amistad y les perdonase los yerros pasados, porque ello no nos conocÃan ni sabÃan quién éramos y que ya habÃan probado todas sus fuerzas, asà de dÃa como de noche, para excusarse a ser súbditos ni sujetos a nadie, porque en ningún tiempo esta provincia lo habÃa sido ni tenÃan ni habÃan tenido cierto señor; antes habÃan venido exentos y por sÃ, de inmemorial tiempo acá y que siempre se habÃan defendido contra el gran poder de Mutezuma y de su padre y abuelos, que toda la tierra tenÃan sojuzgada y a ellos jamás habÃan podido traer a sujeción, teniéndolos como los tenÃan cercados por todas partes sin tener lugar para por ninguna de su tierra poder salir que no comÃan sal porque no la habÃa en su tierra ni se la dejaban salir a comprar a otras partes, ni vestÃan ropas de algodón porque su tierra por la frialdad no se criaba y otras muchas cosas de que carecÃan por estar asà encerrados.
Y que todo lo sufrÃan y habÃan por bueno por ser exentos y no sujetos a nadie y que conmigo que quisieran hacer lo mismo y para ello; como ya decÃan, habÃan probado sus fuerzas y que veÃan claro que ni ellas ni las mañas que habÃan podido tener les aprovechaban, que querÃan antes ser vasallos de vuestra alteza que no morir y ser destruida: sus casas y mujeres e hijos.
Yo les satisfice diciendo que conociesen cómo ellos tenÃan la culpa del daño que habÃan recibido y que yo me venÃa a su tierra creyendo que venÃa a tierra de mis amigos, porque los de Cempoal asà me lo habÃan certificado que lo eran y querÃan ser y que yo les habÃa enviado mis mensajeros delante para hacerles saber como venia y la voluntad que de su amistad traÃa y que sin responderme, viniendo yo seguro, me habÃan salido a saltear en el camino y me habÃan matado dos caballos y herido otros. Y demás de esto, después de haber peleado conmigo, me enviaron sus mensajeros diciendo que aquello que se habÃa hecho habÃa sido sin ser licencia y consentimiento y que ciertas comunidades se habÃan movido a ello sin darles parte; pero que ellos se lo habÃan reprendido y que querÃan mi amistad.
Y yo creyendo ser asà les habÃa dicho que me placÃa y me vendrÃa otro dÃa seguramente en sus casas como en casas de amigos y que asà mismo me habÃan salido al camino y peleado conmigo todo el dÃa hasta que la noche sobrevino, no obstante que para mà habÃan sido requeridos con la paz. Y trájeles a la memoria todo lo demás que contra mà habÃan hecho y otras muchas cosas que por no dar a vuestra alteza importunidad dejo. Finalmente, que ellos quedaron y se ofrecieron por súbditos y vasallos de vuestra majestad y para su real servicio, ofrecieron sus personas y haciendas y asà lo hicieron y han hecho hasta hoy y creo lo harán siempre por lo que adelante vuestra majestad verá.
Y asà estuve sin salir de aquel aposento y real que allà tenÃa seis o siete dÃas, porque no me osaba fiar de ellos puesto que me rogaban que me viniese a una ciudad grande que tenÃan donde todos los señores de su provincia residÃan y residen, hasta tanto que todos los señores me vinieron a rogar que me fuese a la ciudad, porque allà serÃa mejor recibido y provisto de las cosas necesarias, que no en el campo y porque ellos tenÃan vergüenza en que yo estuviese tan mal aposentado, pues me tenÃan por su amigo y ellos y yo éramos vasallos de vuestra alteza y por su ruego me vine a la ciudad que está seis leguas del aposento y real que yo tenÃa
La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podrÃa decir dejé, lo poco que diré creo que es casi increÃble, porque es muy mayor que Granada y muy más fuerte y de tan buenos edificios y de mucha más gente que Granada tema al tiempo que se ganó y muy mejor abastecida de las cosas de la tierra, que es de pan, de aves, caza, pescado de rÃos y de otras legumbres y cosas que ellos comen muy buenas. Hay en esta ciudad un mercado en que casi cotidianamente todos los dÃas hay en él de treinta mil ánimas arriba, vendiendo y comprando, sin otros muchos mercadillos que hay por la ciudad en partes. En este mercado hay todas cuantas cosas, asà de mantenimiento como de vestido y calzado, que ellos tratan y puede haber.
Hay joyerÃas de oro, plata, piedras y otras joyas de plumaje, tan bien concertado como puede ser en todas las plazas y mercados del mundo. Hay mucha loza de muchas maneras y muy buena y tal como la mejor de España. Venden mucha leña, carbón e hierbas de comer y medicinales. Hay casas donde lavan las cabezas como barberos y las rapan; hay baños. Finalmente, que entre ellos hay toda manera de buena orden y policÃa y es gente de toda razón y concierto, tal que lo mejor de áfrica no se le iguala".
Es esta provincia de muchos valles llanos y hermosos y todos labrados y sembrados sin haber en ella cosa vacua; tiene en torno la provincia noventa leguas y más. El orden que hasta ahora se ha alcanzado que la gente de ella tiene en gobernarse, es casi como las señorÃas de Venecia y Génova o Pisa, porque no hay señor general de todos. Hay muchos señores y todos residen en esta ciudad y los pueblos de la tierra son labradores y son vasallos de estos señores y cada uno tiene su tierra por sÃ; tienen unos mas que otros y para sus guerras que han de ordenar júntanse todos y todos juntos las ordenan y conciertan.
Créese que deben de tener alguna manera de justicia para castigar los malos, porque uno de los naturales de esta provincia hurtó cierto oro a un español y yo lo dije a aquel Magiscasin, que es el mayor señor de todos e hicieron su pesquisa y siguiéronlo hasta una ciudad que está cerca de allÃ, que se dice Churultecal y de allà lo trajeron preso y me lo entregaron con el oro y me dijeron que yo lo hiciese castigar; yo les agradecà la diligencia que en ello pusieron y les dije que, pues estaba en su tierra, que ellos le castigasen como lo acostumbraban y que yo no me querÃa entremeter en castigar a los suyos estando en su tierra, de lo cual me dieron gracias y lo tomaron y con pregón público que manifiesta su delito, le hicieron llevar por aquel grande mercado y allà le pusieron al pie de uno como teatro que está en medio del dicho mercado y encima del teatro subió el pregonero y en altas voces tornó a decir el delito de aquél; y viéndolos todos, le dieron con unas porras en la cabeza hasta que lo mataron. Y muchos otros hemos visto en prisiones que dicen que les tienen por hurtos y cosas que han hecho. Hay en esta provincia por visitación que yo en ella mandé hacer, ciento cincuenta mil vecinos, con otra provincia pequeña que está junto con ésta que se dice Guasincango, que viven a la manera de éstos sin señor natural, los cuales no menos están por vasallos de vuestra alteza que estos tascalteca.
Estando, muy católico señor, en aquel real que tenÃa en el campo cuando en la guerra de esta provincia estaba, vinieron a mi seis señores muy principales vasallos de Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio y me dijeron que venÃan de parte del dicho Mutezuma a decirme cómo él querÃa ser vasallo de vuestra alteza y mi amigo y que viese yo qué era lo que querÃa que él diese por vuestra alteza en cada año de tributo, asà de oro como de plata, piedras, esclavos, ropa de algodón y otras cosas de las que él tenÃa y que todo lo darÃa con tanto que yo no fuese a su tierra y que lo hacÃa porque era muy estéril y falta de todos mantenimientos y que le pesarÃa de que yo padeciese necesidad y los que conmigo venÃan y con ellos me envió hasta mil pesos de oro y otras tantas piezas de ropa de algodón de la que ellos visten.
Y estuvieron conmigo en mucha parte de la guerra hasta el fin de ella, que vieron bien lo que los españoles podÃan y las paces que con los de esta provincia se hicieron y el ofrecimiento que al servicio de vuestra sacra majestad los señores y toda la tierra hicieron, de que según pareció y ellos mostraban, no hubieron mucho placer, porque trabajaron muchas vÃas y formas de revolverme con ellos, diciendo cómo no era cierto lo que me decÃan, ni verdadera la amistad que afirmaban y que lo hacÃan por mi asegurar para hacer a su salvo alguna traición.
Los de esta provincia, por consiguiente, me decÃan y avisaban muchas veces que no me fiase de aquellos vasallos de Motezuma porque eran traidores y sus cosas siempre las hacÃan a traición y con mañas y con éstas habÃan sojuzgado toda la tierra y que me avisaban de ello como verdaderos amigos y como personas que los conocÃan de mucho tiempo acá.
Vista la discordia y disconformidad de los unos y de los otros, no hube poco placer, porque me pareció hacer mucho a mi propósito y que podrÃa tener manera de más aÃna sojuzgarlos y que me dijese aquel común decir de monte, etc. y aún me acordé de una autoridad evangélica que dice: Omne regnum in se ipsum divisum desolabitur , y con los unos y con los otros maneaba y a cada uno en secreto le agradecÃa el aviso que me daba y le daba crédito de más amistad que al otro.
Después de haber estado en esta ciudad veinte dÃas y más, me dijeron aquellos señores mensajeros de Mutezuma que siempre estuvieron conmigo, que me fuese a una ciudad que está a seis leguas de esta de Tascaltecal, que se dice Churultecal, porque los naturales de ella eran amigos de Mutezuma su señor y que allà sabrÃamos la voluntad del dicho Mutezuma, si era que yo fuese a su tierra y que algunos de ellos irÃan a hablar con él y a decirle lo que yo les habÃa dicho. Y me volverÃan con la respuesta y aunque sabÃan que allà estaban algunos mensajeros suyos para hablarme, yo les dije que me irÃa y que partirÃa para un dÃa cierto que les señalase.
Y sabido por los de esta provincia de Tlascaltecal lo que aquéllos habÃan concertado conmigo y cómo yo habÃa aceptado de irme con ellos a aquella ciudad, vinieron a mà con mucha pena los señores y me dijeron que en ninguna manera fuese porque me tenÃan ordenada cierta traición para matarme en aquella ciudad a mà y a los de mi compañÃa y que para ello habÃa enviado Mutezuma de su tierra, porque alguna parte de 1 ella confina con esta ciudad, cincuenta mil hombres y que los tenÃa en guarnición a dos leguas de la dicha ciudad, según señalaron y que tenÃan cerrado el camino real por donde solÃan ir y hecho otro nuevo de muchos hoyos y palos agudos hincados y encubiertos para que los caballos cayesen y se mancasen y que tenÃa muchas de las calles tapiadas y por las azoteas de las casas muchas piedras para que después que entrásemos en la ciudad tomarnos seguramente y aprovecharse de nosotros a su voluntad y que si yo querÃa ver cómo era verdad lo que ellos me decÃan, que mirase cómo los señores de aquella ciudad nunca habÃan venido a verme ni hablar estando tan cerca de ésta, pues habÃan venido los de Guasincango, que estaban más lejos que ellos y que los enviase a llamar y verÃa cómo no querÃan venir.
Yo les agradecà su aviso y les rogué que me diesen ellos personas que de mi parte los fuesen a llamar y asà me los dieron y yo les envié a rogar que viniesen a verme porque les querÃa hablar ciertas cosas de Parte de vuestra alteza y decirles la causa de mi venida a esta tierra.
Los cuales mensajeros fueron y dijeron mi mensaje a los señores de la dicha ciudad y con ellos vinieron dos o tres personas, no de mucha autoridad y me dijeron que ellos venÃan de parte de aquellos señores porque ellos no podÃan venir por estar enfermos, que a ellos les dijese lo que querÃa. Los de esta ciudad me dijeron que era burla y que aquellos mensajeros eran hombres de poca calidad y que en ninguna manera me partiese sin que los señores de la ciudad viniesen aquÃ.
Yo les hablé a aquellos mensajeros y les dije que embajada de tan alto prÃncipe como vuestra sacra majestad, que no se debÃa de dar a tales personas como ellos y que aun sus señores eran poco para oÃrla; por tanto, que dentro de tres dÃas pareciesen ante mÃa dar la obediencia a vuestra alteza y a ofrecerse por sus vasallos, con apercibimiento que pasado el término que les daba, si no viniesen, irÃa sobre ellos y los destruirÃa y procederÃa contra ellos como contra personas rebeldes y que no se querÃan someter debajo del dominio de vuestra alteza.
Y para ello les envié un mandamiento firmado de mi nombre y de un escribano con relación larga de la real persona de vuestra sacra majestad y de mi venida, diciéndoles cómo todas estas partes y otras muy mayotes tierras y señorÃos eran de vuestra alteza y que los que quisiesen ser sus vasallos serÃan honrados y favorecidos y por el contrario, los que fuesen rebeldes, serÃan castigados conforme a justicia.
Y otro dÃa vinieron algunos de los señores de la dicha ciudad o casi todos y me dijeron que si ellos no habÃan venido antes, la causa era porque los de esta provincia eran sus enemigos y que no osaban entrar por su tierra porque no pensaban venir seguros y que bien creÃan que me habÃan dicho algunas cosas de ellos; que no les diese crédito porque las decÃan como enemigos y no porque pasara asà y que me fuese a su ciudad y que allà conocerÃa ser falsedad lo que éstos me
decÃan y la verdad lo que ellos me certificaban, que desde entonces se daban y ofrecÃan por vasallos de vuestra sacra majestad y que lo serÃan para siempre y servÃan y contribuÃan en todas las cosas, que de parte de vuestra alteza se les mandase y asà lo asentó un escribano, por las lenguas que yo tenÃa.
Y todavÃa determiné de irme con ellos, asà por no mostrar flaqueza, como porque desde allà pensaba hacer mis negocios con Moctezuma, porque confina con su tierra, como ya he dicho y allà usaban venir y los de allà ir allá, porque en el camino no tenÃan requesta alguna.
Y como los de Tascaltecal vieron mi determinación, pesóles mucho y dijéronme muchas veces que lo erraba. Pero, que pues ellos se habÃan dado por vasallos de vuestra sacra majestad y mis amigos, que querÃan ir conmigo a ayudarme en todo lo que se ofreciese. Y puesto que yo se lo defendiese y rogué que no fuesen porque no habÃa necesidad, todavÃa me siguieron hasta cien mil hombres muy bien aderezados de guerra y llegaron conmigo hasta dos leguas de la ciudad y desde allà por mucha importunidad mÃa, se volvieron, aunque todavÃa quedaron en mi compañÃa hasta cinco o seis mil de ellos.
Dormà en un arroyo que allà estaba a las dos leguas, por despedir la gente porque no hiciesen algún escándalo en la ciudad y también porque era ya tarde y no quise entrar en la ciudad sobre tarde. Otro dÃa de mañana salieron de la ciudad'' a recibirme al camino, con muchas trompetas y atabales y muchas personas de las que ellos tienen por religiosas en sus mezquitas, vestidas de las vestiduras que usan y cantando a su manera como lo hacen en las dichas mezquitas. Y con esta solemnidad nos llevaron hasta entrar en la ciudad y nos metieron en un aposento muy bueno a donde toda la gente de mi compañÃa se aposentó a mi placer.
Allà nos trajeron de comer, aunque no c*mplidamente y en el camino topamos muchas señales de las que los naturales de esta provincia nos habÃan dicho, porque hallamos el camino real cerrado y hecho otro y algunos hoyos, aunque no muchos y algunas calles de la ciudad tapiadas y muchas piedras en todas las azoteas. Con esto nos hicieron estar más sobre aviso y a mayor recaudo.
Allà hallé ciertos mensajeros de Mutezuma que venÃan a hablar con los que conmigo estaban y a mà no me dijeron cosa alguna más de que venÃan a saber de aquéllos lo que conmigo habÃan hecho y concertado, para irlo a decir a su señor y asà se fueron después de los haberles hablado ellos y aun el uno de los que antes conmigo estaban, que era el más principal. En tres dÃas que allà estuve, proveyeron muy mal y cada dÃa peor y muy pocas veces me venÃan a ver ni hablar los señores y personas principales de la ciudad. Y estando algo perplejo en esto, a la lengua que yo tengo, que es una india de esta tierra, que hube en Potonchán, que es el rÃo grande que ya en la primera relación a vuestra majestad hice memoria, le dijo otra natural de esta ciudad cómo muy cerquita de allà estaba mucha gente de Mutezuma junta y que los de la ciudad tenÃan fuera sus mujeres e hijos y toda su ropa y que habÃa de dar sobre nosotros para matarnos a todos y si ella se querÃa salvar que se fuese con ella, que ella la guarecerÃa; la cual lo dijo a aquel Jerónimo de Aguilar, lengua que yo hube en Yucatán de que asimismo a vuestra alteza hube escrito y me lo hizo saber. Y yo tuve uno de los naturales de la dicha ciudad que por allà andaba y le aparté secretamente que nadie lo vio y le interrogué y confirmó todo lo que la india y los naturales de Tascaltecal me habÃan dicho.
Y asà por esto como por las señales que para ello veÃa, acordé de prevenir antes de ser prevenido, e hice llamar a algunos de los señores de la ciudad diciendo que les querÃa hablar y les metà en una sala y en tanto hice que la gente de los nuestros estuviese apercibida y que en soltando una escopeta diesen en mucha cantidad de indios que habÃa junto al aposento y muchos dentro de él. Asà se hizo, que después que tuve los señores dentro de aquella sala, dejélos atando y cabalgué e hice soltar la escopeta y dÃmosles tal mano, que en pocas horas murieron más de tres mil hombres. Y porque vuestra majestad vea cuán apercibidos estaban, antes que yo saliese de nuestro aposento tenÃan todas las calles tomadas y toda la gente a punto, aunque como los tomamos de sobresalto fueron buenos de desbaratar, mayormente que les faltaban los caudillos porque los tenÃa ya presos e hice poner fuego a algunas torres y casas fuertes donde se defendÃan y nos ofendÃan y asà anduve por la ciudad peleando, dejando a buen recaudo el aposento, que era muy fuerte, bien cinco horas, hasta que eché toda la gente fuera de la ciudad por muchas partes de ella, porque me ayudaban bien cinco mil indios de Tascaltecal y otros cuatrocientos de Cempoal.
Vuelto al aposento, hablé con aquellos señores que tenÃa presos y les pregunté qué era la causa que me querÃan matar a traición y me respondieron que ellos no tenÃan la culpa porque los de Culúa que son los vasallos de Mutezuma, los habÃan puesto en ello y que el dicho Mutezuma tenÃa allà en tal parte, que, según después pareció, serÃa legua y media, cincuenta mil hombres en guarnición para hacerlo, pero que ya conocÃan cómo habÃan sido engañados, que soltase uno o dos de ellos y que harÃan recoger la gente de la ciudad y tornar a ella todas las mujeres, niños y ropa que tenÃan fuera y que me rogaban que aquel yerro les perdonase, que ellos me certificaban que de allà adelante nadie les engañarÃa y serÃan muy ciertos y leales vasallos de vuestra alteza y mis amigos. Después de haberles hablado muchas cosas acerca de su yerro, solté dos de ellos y otro dÃa siguiente estaba toda la ciudad poblada y llena de mujeres y niños muy seguros, como si cosa alguna de lo pasado no hubiera acaecido y luego solté todos los otros señores que tenÃa presos, con que me prometieron servir a vuestra majestad muy lealmente y en obra de quince o veinte dÃas que allà estuve quedó la ciudad y tierra tan pacÃfica y tan poblada que parecÃa que nadie faltaba de ella, en sus mercados y tratos por la ciudad como antes lo solÃan tener e hice que los de esta ciudad de Churultecal y los de Tascaltecal fuesen amigos, porque lo solÃan ser antes y muy poco tiempo habÃa que Mutezuma con dádivas los habÃa seducido a su amistad y hechos enemigos de estos otros.
Esta ciudad de Churultecal está asentada en un llano y tiene hasta veinte mil casas dentro, en el cuerpo de la ciudad y tiene de arrabales otras tantas. Es señorÃo por sà y tiene sus términos conocidos; no obedece a señor ninguno, excepto que se gobiernan como estos otros de Tascaltecal. La gente de esta ciudad es más vestida que los de Tascaltecal, en alguna manera; porque los honrados ciudadanos de ellos todos traen albornoces encima de la otra ropa, aunque son diferenciados de los de áfrica porque tienen maneras; pero en la hechura, tela y los rapacejos son muy semejantes. Todos éstos han sido y son después de este trance pasado, muy ciertos vasallos de vuestra majestad y muy obedientes a lo que yo en su real nombre les he requerido y dicho y creo lo serán de aquà adelante. Esta ciudad es muy fértil de labranzas porque tiene mucha tierra y se riega la más parte de ella y aun es la ciudad más hermosa de fuera que hay en España, porque es muy torreada y llana y certifico a vuestra alteza que yo conté desde una mezquita cuatrocientas treinta tantas torres en la dicha ciudad y todas son de mezquitas. Es la ciudad más a propósito de vivir españoles que yo he visto de los puertos acá, porque tiene algunos baldÃos y aguas para criar ganados, lo que no tienen ningunas de cuantas hemos visto, porque es tanta la multitud de la gente que en estas partes mora, que ni un palmo de tierra hay que no esté labrada y aun con todo en muchas partes padecen necesidad por falta de pan y aun hay mucha gente pobre y que piden entre los ricos por las calles y por las casas y mercados, como hacen los pobres en España y en otras partes que hay gente de razón.
A aquellos mensajeros de Mutezuma que conmigo estaban hablé acerca de aquella traición que en aquella ciudad se me querÃa hacer y cómo los señores de ella afirmaban que por consejo de Mutezuma se habÃa hecho y que no me parecÃa que era hecho de tan gran señor enviarme sus mensajeros y personas tan honradas como me habÃa enviado a decirme que era mi amigo y por otra parte buscar maneras de ofenderme con mano ajena, para salvarse él de culpa si no le sucediese como él pensaba. Y que pues asà era, que él no me guardaba su palabra ni me decÃa verdad, que yo querÃa mudar mi propósito; que asà como iba hasta entonces a su tierra con voluntad de verle, hablar, tener por amigo y tener con él mucha conversación y paz, que ahora querÃa entrar por su tierra de guerra, haciéndole todo el daño que pudiese como a enemigo y que me pesaba mucho de ello, porque más le quisiera siempre por amigo y tomar siempre su parecer en las cosas que en esta tierra hubiera de hacer.
Aquellos suyos me respondieron que ellos habÃa muchos dÃas que estaban conmigo y que no sabÃan nada de aquel concierto más de lo que allà en aquella ciudad después de aquello se ofreció supieron y que no podÃan creer que por consejo y mandado de Mutezuma se hiciese y que me rogaban que antes que me determinase a perder su amistad y hacerle la guerra que decÃa, me informase bien de la verdad y que diese licencia a uno de ellos para ir a hablarle, que él volverÃa muy presto. Hay de esta ciudad a donde Mutezuma residÃa, veinte leguas. Yo les dije que me placÃa y dejé ir al uno de ellos y dende a seis dÃas volvió él y otro que primero se habÃa ido y trajéronme diez platos de oro, mil quinientas piezas de ropa, mucha provisión de gallinas, pan y cacao, que es cierto brebaje que ellos beben y me dijeron que a Mutezuma le habÃa pesado mucho de aquel desconcierto que en Churultecal se querÃa hacer, porque yo no creerÃa ya sino que habÃa sido por su consejo y mandado y que él me hacÃa cierto que no era asà y que la gente que allà estaba en guarnición era verdad que era suya, pero que ellos se habÃan movido sin habérselo él mandado, por inducimiento de los de Churultecal, porque eran de dos provincias suyas que se llamaban la una Acancingo y la otra Yzcucan, que confina con la tierra de la dicha ciudad de Churultecal y que entre ellos conciertan alianzas de vecindad para ayudarse los unos a los otros Y que de esta manera habÃan venido allà y no por su mandado; pero que adelante yo verÃa en sus obras si era verdad lo que él me habÃa enviado a decir o no y que todavÃa me rogaba que no curase de ir a su tierra porque era estéril y padecerÃamos necesidad y que donde quiera que yo estuviese le enviase a pedir lo que yo quisiese y que lo enviarÃa muy c*mplidamente.
Yo le respondà que la ida a su tierra no se podÃa excusar porque habÃa de enviar de él y de ella relación a vuestra majestad y que yo creÃa lo que él me enviaba a decir; por tanto, que pues yo no habÃa de dejar de llegar a verle, que él lo hubiese por bien y que no se pusiese en otra cosa porque serÃa mucho daño suyo y a mà me pesarÃa de cualquiera que le viniese. Y desde que ya vio que mi determinada voluntad era de verle a él y a su tierra, me envió a decir que fuese en hora buena, que él me hospedarÃa en aquella gran ciudad donde estaba y envióme muchos de los suyos para que fuesen conmigo porque ya entraba por su tierra, los cuales me querÃan encaminar por cierto camino donde ellos debÃan de tener algún concierto para ofendernos, según después pareció, porque lo vieron muchos españoles que yo enviaba después por la tierra. HabÃa en aquel camino tantas puentes y pasos malos, que yendo por él, muy a su salvo pudieran ejecutar su propósito. Mas como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las reales cosas de vuestra sacra majestad desde su niñez y como yo y los de mi compañÃa Ãbamos en su real servicio, nos mostró otro camino aunque algo agro, no tan peligroso corno aquel por donde nos querÃan llevar y fue de esta manera:
Que a ocho leguas de esta ciudad de Churultecal están dos sierras muy altas y muy maravillosas, porque en fin de agosto tienen tanta nieve que otra cosa de lo alto de ellas si no la nieve, se parece. Y de la una que es la más alta sale muchas veces, asà de dÃa como de noche, tan grande bulto de humo como una gran casa y sube encima de la sierra hasta las nubes, tan derecho como una vita, que, según parece, es tanta la fuerza con que sale que aunque arriba en la sierra andaba siempre muy recio el viento, no lo puede torcer. Y porque yo siempre he deseado de todas las cosas de esta tierra poder hacer a vuestra alteza muy particular relación, quise de ésta, que me pareció algo maravillosa, saber el secreto y envié a diez de mis compañeros, tales cuales para semejante negocio eran necesarios y con algunos naturales de la tierra que los guiasen y les encomendé mucho procurasen de subir la dicha sierra y saber el secreto de aquel humo, de dónde y cómo salÃa. Los cuales fueron y trabajaron lo que fue posible para subirla y jamás pudieron, a causa de la mucha nieve que en la sierra hay y de muchos torbellinos que de la ceniza que de allà sale andan por la sierra y también porque no pudieron sufrir la gran frialdad que arriba hacÃa, pero llegaron muy cerca de lo alto y tanto que estando arriba comenzó a salir aquel humo y dicen que salÃa con tanto Ãmpetu y ruido que parecÃa que toda la sierra se caÃa abajo y asà se bajaron y trajeron mucha nieve y carámbanos para que los viésemos, porque nos parecÃa cosa muy nueva en estas partes a causa de estar en parte tan cálida, según hasta ahora ha sido opinión de los pilotos, especialmente, que dicen que esta tierra está en veinte grados, que es en el paralelo de la isla Española, donde continuamente hace muy gran calor. Y yendo a ver esta sierra, toparon un camino y preguntaron a los naturales de la tierra que iban con ellos, que para donde iba y dijeron que a Culúa y que aquél era buen camino y que el otro por donde nos querÃan llevar los de Culúa no era bueno y los españoles fueron por él hasta enc*mbrar las sierras, por medio de las cuales entre la una y la otra va el camino y descubrieron los llanos de Culúa y la gran ciudad de Temixtitan y las lagunas que hay en la dicha provincia, de que adelante haré relación a vuestra alteza y vinieron muy alegres por haber descubierto tan buen camino y Dios sabe cuánto holgué yo de ello.
Después de venidos estos españoles que fueron a ver la sierra y haberme informado asà de ellos como de los naturales de aquel camino que hallaron, hablé a aquellos mensajeros de Mutezuma que conmigo estaban para guiarme a su tierra y les dije que querÃa ir por aquel camino y no por el que ellos decÃan, porque era más cerca. Y ellos respondieron que yo decÃa verdad que era más cerca y más llano y que la causa porque por allà no me encaminaban, era porque habÃamos de pasar una jornada por tierra de Guasucingo, que eran sus enemigos, porque allà no tenÃamos las cosas necesarias como por las tierras del dicho Mutezuma y que pues yo querÃa ir por allÃ, que ellos proveerÃan cómo por la otra parte saliese bastimento al camino, y asà nos partimos con harto temor de que aquéllos quisiesen perseverar en hacernos alguna burla. Pero como ya habÃamos publicado ser allá nuestro camino no me pareció fuera bien dejarlo ni volver atrás, porque no creyesen que falta de ánimo lo impedÃa.
Aquel dÃa que de la ciudad de Churultecal me partÃ, fui cuatro leguas a unas aldeas de la ciudad de Guasucingo, donde de los naturales fui muy bien recibido y me dieron algunas esclavas, ropas y ciertas piecezuelas de oro, que de todo fue bien poco, porque éstos no lo tienen a causa de ser de la liga y parcialidad de los de Tascaltecal y por tenerlos como he dicho Mutezuma los tiene, cercados con su tierra, en tal manera que con ningunas provincias tiene contratación más de en su tierra y a esta causa viven muy probremente. Otro dÃa siguiente subà al puerto por entre las dos sierras que he dicho y a la bajada de él, ya que la tierra del dicho Mutezuma descubrÃamos, por una provincia de ella que se dice Chalco, dos leguas antes que llegásemos a las poblaciones hallé un muy buen aposento nuevamente hecho, tal y tan grande que muy c*mplidamente todos los de mi compañÃa y yo nos aposentamos en él, aunque llevaba conmigo mas de cuatro mil indios de los naturales de estas provincias de Tascaltecal, Guasucingo, Churultecal y Cempoal y para todos muy c*mplidamente de comer y en todas las posadas muy grandes fuegos y mucha leña, porque hacÃa muy gran frÃo a causa de estar cercado de las dos sierras y ellas con mucha nieve.
Aquà me vinieron a hablar ciertas personas que parecÃan principales, entre los cuales venÃa uno que me dijeron que era hermano de Mutezuma y me trajeron hasta tres mil pesos de oro y de parte de él me dijeron que él me enviaba aquello y me rogaba que me volviese y no curase de ir a su ciudad, porque era tierra muy pobre de comida y que para ir allá habÃa muy mal camino y que estaba toda en agua y que no podÃa entrar allá sino en canoas y otros muchos inconvenientes que para la ida me pusieron. Y que viese todo lo que querÃa, que Mutezuma su señor, me lo mandarÃa dar y que asimismo concertarÃan de darme en cada un año certum quid, el cual me llevarÃan hasta la mar o donde yo quisiese. Yo los recibà muy bien y les di algunas cosas de las de nuestra España, de las que ellos tenÃan en mucho, en especial, al que decÃan que era hermano de Mutezuma y a su embajador le respondà que si en mi mano fuera volverme que yo lo hiciese por hacer placer a Mutezuma; pero que yo habÃa venido en esta tierra por mandado de vuestra majestad y de la principal cosa que de ella me mandó le hiciese relación, fue del dicho Mutezuma y de aquella su gran ciudad, de la cual y de él habÃa mucho tiempo que vuestra alteza tenÃa noticia y que le dijesen de mi parte que le rogaba que mi ida a verle tuviese por bien, porque de ella a su persona ni tierra ningún daño, antes pro, se le habÃa de seguir y que después que yo le viese, si fuese su voluntad todavÃa de no tenerme en su compañÃa, que yo me volverÃa y que mejor harÃamos entre él y yo, orden en la manera que en el servicio de vuestra alteza él habÃa de tener, que por terceras personas, puesto que ellos eran tales a quien todo crédito se debÃa de dar. Y con esta respuesta se volvieron. En este aposento que he dicho, según las apariencias que para ello vimos y el aparejo que en él habÃa, los indios tuvieron pensamiento que nos pudieran ofender aquella noche y como yo lo sentÃ, puse tal recaudo, que conociéndolo ellos, mudaron su pensamiento y muy secretamente hicieron ir aquella noche mucha gente que en los montes que estaban junto al aposento tenÃan junta, que por muchas de nuestras velas y escuchas fue vista y luego siendo de dÃa, me partà a un pueblo que está dos leguas de allÃ, que se dice Amecameca que es de la provincia de Chalco, que tendrá en la población principal con las aldeas que hay a dos leguas de él más de veinte mil vecinos y en el dicho pueblo nos aposentaron en unas muy buenas casas del señor del lugar y muchas personas que parecÃan principales me vinieron allà a hablar diciéndome que Mutezuma su señor los habÃa enviado para que me esperasen allà y me hiciesen proveer de todas las cosas necesarias. El señor de esa provincia y pueblo me dio hasta cuarenta esclavas y tres mil castellanos y dos dÃas que allà estuve nos proveyó muy c*mplidamente de todo lo necesario para nuestra comida. Y otro dÃa, yendo conmigo aquellos principales que de parte de Mutezuma me dijeron que me esperaban allÃ, me partà y fui a dormir cuatro leguas de allà a un pueblo pequeño que está junto a una gran laguna y casi la mitad de él sobre el agua de ella y por la parte de la tierra tiene una sierra muy áspera de piedras y peñas donde nos aposentaron muy bien. Y asimismo quisieran allà probar sus fuerzas con nosotros, excepto que según pareció, quisieran hacerlo muy a su salvo y tomarnos de noche descuidados y como yo iba tan sobre aviso, hallábame delante de sus pensamientos y aquella noche tuve tal guarda, que asà de espÃas que venÃan por el agua en canoas, como de otras que por la sierra bajaban a ver si habÃa aparejo para ejecutar su voluntad, amanecieron casi quince o veinte que las nuestras las habÃan tomado y muerto, por manera que pocas volvieron a dar su respuesta del aviso que venÃan a tomar y con hallarnos siempre tan apercibidos, acordaron de mudar el propósito y llevarnos por bien.
Y otro dÃa por la mañana, ya que me querÃa partir de aquel pueblo, llegaron hasta diez o doce señores muy principales, según después supe y entre ellos un gran señor mancebo, de hasta veinticinco anos, a quien todos mostraban tener mucho acatamiento y tanto, que después de bajado de unas andas en que venÃa, todos los otros le venÃan limpiando las piedras y pajas del suelo delante de él y llegados a donde yo estaba me dijeron que venÃan de parte de Mutezuma su señor y que los enviaba para que se fuesen conmigo y que me rogaba que le perdonase porque no salÃa en su persona a verme y recibirme y que la causa era estar mal dispuesto, pero que ya su ciudad estaba cerca y que pues yo todavÃa determinaba de ir a ella, que allá nos verÃamos y conocerÃa de él la voluntad que al servicio de Vuestra Alteza tenÃa, pero que todavÃa me rogaba que si fuese posible no fuese allá porque padecerÃa mucho trabajo y necesidad y que él tenÃa mucha vergüenza de no poderme allá proveer como él deseaba y en esto ahincaron y porfiaron mucho aquellos señores y tanto, que no les quedaba sino decir que me defenderÃan el camino si todavÃa porfiase ir. Yo les respondÃ, satisfice y aplaqué con las mejores palabras que pude, haciéndoles entender que de mi ida no les podÃa venir daño sino mucho provecho y asà se despidieron después de haberles dado algunas cosas de las que yo traÃa. Y yo partà luego tras ellos muy acompañado de muchas personas que parecÃan de mucha cuenta como después pareció serio y todavÃa seguÃa el camino por la costa de aquella gran laguna y a una legua del aposento donde paré vi dentro en ella, casi dos tiros de ballesta, una ciudad pequeña que podrÃa ser hasta de mil o dos mil vecinos, toda armada sobre el agua, sin haber para ella ninguna entrada y muy torreada, según lo que de fuera parecÃa y otra legua adelante entramos por una calzada tan ancha como una lanza jineta, por la laguna adentro, de dos tercios de legua y por ella fuimos a dar en una ciudad la más hermosa, aunque pequeña, que hasta entonces habÃamos visto, asà de muy bien labradas casas y torres como de la buena orden que en el fundamento habÃa por ser armada toda sobre agua y en esta ciudad, que será hasta de dos mil vecinos, nos recibieron muy bien y nos dieron bien de comer y allà me vinieron a hablar el señor y los principales de ella y me rogaron que me quedase allà a dormir y aquellas personas que conmigo iban de Mutezuma me dijeron que no parase, sino que me fuese a otra ciudad que está tres leguas de allÃ, que se dice Iztapalapa, que es de un hermano del dicho Mutezuma y asà lo hice.
Y a la salida de la ciudad donde comimos, cuyo nombre al presente no me ocurre a la memoria, es por otra calzada que tendrá una legua grande hasta llegar a la tierra firme y llegado a esta ciudad de Iztapalapa, me salió a recibir algo fuera de ella el señor y otro de una gran ciudad que está cerca de ella que será obra de tres leguas, que se llama Caluanalcan y otros señores que allà me estaban esperando y me dieron hasta tres mil o cuatro mil castellanos, algunas esclavas, ropa y me hicieron muy buen acogimiento. Tendrá esta ciudad de Iztapalapa doce o quince mil vecinos, la cual está en la costa de una laguna salada, grande, la mitad dentro del agua y la otra mitad en la tierra firme. Tiene el señor de ella unas casas nuevas que aún no están acabadas, que son tan buenas como las mejores de España, digo de grandes y bien labradas, asà de obra de canterÃa como de carpinterÃa, suelos y c*mplimientos para todo género de servicios de casa excepto mazonerÃas y otras cosas ricas que en España usan en las casas, que acá no las tienen. Tiene muchos cuartos altos y bajos, jardines muy frescos de muchos árboles y rosas olorosas; asimismo albercas de agua dulce muy bien labradas, con sus escaleras hasta lo hondo. Tiene una muy grande huerta junto a la casa y sobre ella un mirador de muy hermosos corredores y salas y dentro de la huerta una muy grande alberca de agua dulce, muy cuadrada y las paredes de ella de gentil canterÃa y alrededor de ella un andén de muy buen suelo ladrillado, tan ancho que pueden ir por él cuatro paseándose y tiene de cuadra cuatrocientos pasos, que son en torno mil seiscientos; de la otra parte del andén hacia la pared de la huerta va todo labrado de cañas con unas vergas y detrás de ellas todo de arboledas y hierbas olorosas y dentro de la alberca hay mucho pescado y muchas aves, asà como lavancos, zarzetas y otros géneros de aves de agua, tantas que muchas veces casi cubren el agua.
Otro dÃa después que a esta ciudad llegué me partà y a media legua andada, entré por una calzada que va por medio de esta dicha laguna, dos leguas hasta llegar a la gran ciudad de Temixtitan que está fundada en medio de la dicha laguna, la cual calzada es tan ancha como dos lanzas y muy bien obrada que pueden ir por toda ella ocho de caballo a la par y en estas dos leguas de la una parte y de la otra de la dicha calzada están tres ciudades y la una de ellas que se dice Misicalcingo, está fundada la mayor parte de ella dentro de la dicha laguna y las otras dos, que se llaman la una Niciaca y la otra Huchilohuchico, están en la costa de ella y muchas casas de ellas dentro en el agua. La primera ciudad de éstas tendrá hasta tres mil vecinos y la segunda más de seis mil y la tercera otros cuatro o cinco mil vecinos y en todas muy buenos edificios de casas y torres, en especial las casas de los señores y personas principales y las de sus mezquitas y oratorios donde ellos tienen sus Ãdolos. En estas ciudades hay mucho trato de sal, que hacen del agua de la dicha laguna y de la superficie que está en la tierra que baña la laguna, la cual cuecen en cierta manera y hacen panes de ella dicha sal, que venden para los naturales y para fuera de la comarca. Y asà seguà la dicha calzada y a media legua antes de llegar al cuerpo de la ciudad de Temixtitan, a la entrada de otra calzada que viene a dar de la tierra firme a esta otra, está un muy fuerte baluarte con dos torres cercado de muro de dos estados, con su pretil almacenado por toda la cerca que toma con ambas calzadas y no tiene más de dos puertas, una por donde entran y otra por donde salen.
Aquà me salieron a ver y hablar hasta mil hombres principales, ciudadanos de la dicha ciudad, todos vestidos de una manera de hábito y según su costumbre, bien rico y llegados a hablarme cada uno por sÃ, hacÃa en llegando ante mà una ceremonia que entre ellos se usa mucho, que ponÃa cada uno la mano en tierra y la besaba y asà estuve esperando casi una hora hasta que cada uno hiciese su ceremonia.
Y ya junto a la ciudad está un puente de madera de diez pasos de anchura y por allà está abierta la calzada porque tenga lugar el agua de entrar y salir, porque crece y mengua y también por fortaleza de la ciudad porque quitan y ponen algunas vigas muy luengas y anchas de que el dicho puente está hecho, todas las veces que quieren y de éstas hay muchas por toda la ciudad como adelante en la relación que de las cosas de ella haré vuestra alteza verá. Pasado este puente nos salió a recibir aquel señor Mutezuma con hasta doscientos señores, todos descalzos y vestidos de otra librea o manera de ropa asimismo bien rica a su uso y más que la de los otros venÃan en dos procesiones muy arrimados a las paredes de la calle, que es muy ancha y muy hermosa y derecha, que de un cabo se parece el otro y tiene dos tercios de legua y de la una parte y de la otra muy buenas y grandes casas, asà de aposentamientos como de mezquitas y el dicho Mutezuma venÃa por medio de la calle con dos señores, el uno a la mano derecha y el otro a la izquierda, de los cuales el uno era aquel señor grande que dije que me habÃa salido a hablar en las andas y el otro era su hermano del dicho Mutezuma, señor de aquella ciudad de Iztapalapa de donde yo aquel dÃa habÃa partido, todos tres vestidos de una manera, excepto el Mutezuma que iba calzado y los otros dos señores descalzos; cada uno lo llevaba de su brazo y como nos juntamos, yo me apeé y le fui a abrazar solo y aquellos dos señores que con él iban, me detuvieron con las manos para que no le tocase y ellos y él hicieron asimismo ceremonia de besar la tierra y hecha, mandó a aquel su hermano que venÃa con él que se quedase conmigo y me llevase por el brazo y él con el otro se iba adelante de mà poquito trecho.
Y después de haberme él hablado, vinieron asimismo a hablarme todos los otros señores que iban en las dos procesiones, en orden uno en pos de otro y luego se tornaban a su procesión y al tiempo que yo llegué a hablar al dicho Mutezuma, me quité un collar que llevaba de margaritas y diamantes de vidrio y se lo eché al cuello y después de haber andado la calle adelante, vino un servidor suyo con dos collares de camarones envueltos en un paño, que eran hechos de huesos de caracoles colorados, que ellos tienen en mucho y de cada collar colgaban ocho camarones de oro de mucha perfección, tan largos casi como un geme y como se los trajeron se volvió a mà y me los echó al cuello. Y tornó a seguir por la calle en la forma ya dicha hasta llegar a una muy grande y hermosa casa que él tenÃa para aposentarnos, bien aderezada. Y allà me tomó de la mano y me llevó a una gran sala que estaba frontera del patio por donde entramos y allà me hizo sentar en un estrado muy rico que para él lo tenÃa mandado hacer y me dijo que le esperase allà y él se fue.
Y dende a poco rato, ya que toda la gente de mi compañÃa estaba aposentada, volvió con muchas y diversas joyas de oro, plata, plumajes y hasta cinco o seis mil piezas de ropa de algodón, muy ricas y de diversas maneras tejidas y labradas y después de habérmelas dado, se sentó en otro estrado que luego le hicieron allà junto con el otro donde yo estaba y sentado, propuso en esta manera: "Muchos dÃas ha que por nuestras escrituras tenemos de nuestros antepasados noticia que yo ni todos los que en esta tierra habitamos no somos naturales de ella sino extranjeros y venidos a ella de partes muy extrañas y tenemos asimismo que a estas partes trajo nuestra generación un señor cuyos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza y después tornó a venir dende en mucho tiempo y tanto, que ya estaban casados los que habÃan quedado con las mujeres naturales de la tierra y tenÃan mucha generación y hechos pueblos donde vivÃan y queriéndolos llevar consigo, no quisieron ir ni menos recibirle por señor y asà se volvió y siempre hemos tenido que los que de él descendiesen habÃan de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus vasallos y según de la parte que vos decÃs que venÃs, que es a donde sale el sol y las cosas que decÃs de ese gran señor o rey que acá os envió, creemos y tenemos por cierto, él sea nuestro señor natural, en especial que nos decÃs que él ha muchos dÃas tenÃa noticia de nosotros y por tanto, vos sed cierto que os obedeceremos y tendremos por señor en lugar de ese gran señor que vos decÃs y que en ello no habrá falta ni engaño alguno y bien podéis en toda la tierra, digo que en la que yo en mi señorÃo poseo, mandar a vuestra voluntad, porque será obedecido y hecho y todo lo que nosotros tenemos es para lo que vos de ello quisiéredes disponer. Y pues estáis en vuestra naturaleza y en vuestra casa, holgad y descansad del trabajo del camino y guerras que habéis tenido, que muy bien sé todos los que se os han ofrecido de Puntunchán acá y bien sé que los de Cempoal y de Tascalecal os han dicho muchos males e mÃ. No creáis más de lo que por vuestros ojos veredes, en especial de aquellos que son mis enemigos y algunos de ellos eran mis vasallos y se me han rebelado con vuestra venida y por favorecerse con vos lo dicen; los cuales sé que también os han dicho que yo tenÃa las casas con las paredes de oro y que las esteras de mis estrados y otras cosas de mi servicio eran asimismo de oro y que yo era y me hacÃa dios y otras muchas cosas. Las casas ya las véis que son de piedra, cal y tierra" y entonces alzó las vestiduras y me mostró el cuerpo diciendo: "A mà me veis aquà que soy de carne y hueso como vos y como cada uno y que soy mortal y palpable", asiéndose él con sus manos de los brazos y del cuerpo: "Ved cómo os han mentido; verdad es que tengo algunas cosas de oro que me han quedado de mis abuelos; todo lo que yo tuviere tenéis cada vez que vos lo quisiéredes; yo me voy a otras casas donde vivo; aquà seréis provisto de todas las cosas necesarias para vos y para vuestra gente. Y no recibáis pena alguna, pues estáis en vuestra casa y naturaleza". Yo le respondà a todo lo que me dijo, satisfaciendo a aquello que me pareció que convenÃa, en especial en hacerle creer que vuestra majestad era a quien ellos esperaban y con esto se despidió e ido, fuimos muy bien provistos de muchas gallinas, pan, frutas y otras cosas necesarias, especialmente para el servicio del aposento y de esta manera estuve seis dÃas, muy bien provisto de todo lo necesario y visitado de muchos de aquellos señores.
Ya, muy católico Señor, dije al principio de ésta cómo a la sazón que yo me partà de la Villa de la Veracruz en demanda de este señor Mutezuma, dejé en ella ciento cincuenta hombres para hacer aquella fortaleza que dejaba comenzada y dije asimismo cómo habÃa dejado muchas villas y fortalezas de las comarcanas a aquella villa, puestas debajo del real dominio de vuestra alteza y a los naturales de ella muy seguros.
Y por ciertos vasallos de vuestra majestad, que estando en la ciudad de Chururtecal recibà letras del capitán que yo en mi lugar dejé en la dicha villa, por las cuales me hizo saber cómo Qualpopoca, señor de aquella ciudad que se dice AlmerÃa, le habÃa enviado decir por sus mensajeros que él tenÃa de ser vasallo de vuestra alteza y que si hasta entonces no habÃa venido tu venÃa a dar obediencia que era obligado y a ofrecerse por tal vasallo de vuestra majestad con todas sus tierras, la causa era que habÃa de pasar por tierra de sus enemigos y que temiendo ser ,de ellos ofendido, lo dejaba; pero que le enviase cuatro españoles que viniesen con el, porque aquellos por cuya tierra habÃa de pasar, sabiendo a lo que él vendrÃa luego y que el dicho capitán, creyendo ser cierto lo que el dicho Qualpopoca le enviaba a decir y que asà lo habÃan hecho otros muchos, le habÃa enviado los dichos cuatro españoles y que después que en su casa los tuvo, los mandó matar por cierta manera, como que pareciese que él no lo hacÃa y que habÃan muerto los dos de ellos y los otros dos se habÃan escapado por unos montes, heridos y que él habÃa ido sobre la dicha cuidad de AlmerÃa con cincuenta españoles y los dos de caballo y dos tiros de pólvora y con hasta ocho o diez mil indios de los amigos nuestros y que habÃa peleado con los naturales de la dicha ciudad y le habÃan matado seis o siete españoles y habÃa tomado la dicha ciudad y muertos muchos de los naturales de ella y los demás echados fuera y que la habÃan quemado y destruido, porque los indios que en su compañÃa llevaban, como eran sus enemigos, habÃan puesto en ello mucha diligencia y que el dicho Qualpopoca, señor de la dicha ciudad, con otros señores sus aliados que en su favor habÃan venido allÃ, se habÃan escapado huyendo y que de algunos prisioneros que tomó en la dicha ciudad, se habÃan informado cuyos eran los que allà estaban en defensa de ella y la causa porque habÃan matado a los españoles que él envió, la cual dice que fue el dicho Mutezuma habÃa mandado al dicho Qualpopoca y a los otros que allà habÃan venido como a sus vasallos que eran, que salido yo de aquella Villa de la Veracruz fuesen sobre aquellos que se le habÃan alzado y ofrecido al servicio de vuestra alteza y que tuviesen todas las formas que ser pudiesen para matar los españoles que yo allà dejase porque no le ayudasen ni favoreciesen y que a esta causa lo habÃan hecho.
Pasados, invictÃsimo Señor, seis dÃas después que en la gran ciudad de Timixtitan entré y habiendo visto algunas cosas de ella, aunque pocas, según las que hay que ver y notar, por aquéllas me pareció y aun por lo que de la tierra habÃa visto, que convenÃa al real servicio de vuestra majestad y a nuestra seguridad, que aquel señor estuviese en mi poder y no en toda su libertad, porque no mudase el propósito y voluntad que mostraba en servir a vuestra majestad, mayormente que los españoles somos algo incomportables e importunos y porque enojándose nos podrÃa hacer mucho daño y tanto, que no hubiese memoria de nosotros según su gran poder y también porque teniéndole conmigo, todas las otras tierras que a él eran súbditas, vendrÃan más aÃna al conocimiento y servicio de vuestra majestad, como después sucedió. Determiné de prenderle y ponerle en el aposento donde yo estaba, que era bien fuerte y porque en su prisión no hubiese algún escándalo ni alboroto, pensado todas las formas y maneras que para hacerlo sin éste debÃa tener, me acordé de lo que el capitán que en la Veracruz habÃa dejado, me habÃa escrito, cerca de lo que habÃa acaecido en la ciudad de AlmerÃa, según que en el capÃtulo antes de éste he dicho y cómo se habÃa sabido que todo lo allà sucedido habÃa sido por mandado del dicho Mutezuma y dejando buen recaudo en las encrucijadas de las calles, me fui a las casas del dicho Mutezuma como otras veces habÃa ido a verle y después de haberle hablado en burlas y cosas de placer y de haberme él dado algunas joyas de oro y una hija suya y otras hijas de señores a algunos de mi compañÃa, le dije que ya sabÃa lo que en la ciudad de Nautecal o AlmerÃa habÃa acaecido y los españoles que en ella me habÃan matado y que Qualpopoca daba por disculpa que todo lo que habÃa hecho habÃa sido por su mandado y que como su vasallo, no habÃa podido hacer otra cosa y porque yo creÃa que no era asà como el dicho Qualpopoca decÃa, que antes era por excusarse de culpa, que me parecÃa que debÃa enviar por él y por los otros principales que en la muerte de aquellos españoles se habÃan hallado, porque la verdad se supiese y que ellos fuesen castigados y vuestra majestad supiese su buena voluntad claramente y en lugar de las mercedes que vuestra alteza le habÃa de mandar hacer, los dichos de aquellos malos no provocasen a vuestra alteza a ira contra él, por donde le mandase hacer daño, pues la verdad era al contrario de lo que aquéllos decÃan y yo estaba de él bien satisfecho.
Y luego a la hora mandó llamar ciertas personas de los suyos, a los cuales dio una figura de piedra pequeña, a manera de sello, que él tenÃa atado en el brazo y les mandó que fuesen a la dicha ciudad de AlmerÃa, que está sesenta o setenta leguas de la de Tenuxtitan y que trajesen al dicho Qualpopoca y se informasen en los demás que habÃan sido en la muerte de aquellos españoles y que asimismo los trajesen y que si por su voluntad no quisiesen venir los trajesen presos y si se pusiesen en resistir la prisión, que requiriesen a ciertas comunidades comarcanas a aquella ciudad que allà les señaló, para que fuesen con mano armada para prenderlos, por manera que no viniesen sin ellos. Los cuales, luego partieron y asà idos, le dije al dicho Mutezuma que yo le agradecÃa la diligencia que ponÃa en la prisión de aquéllos, porque yo habÃa de dar cuenta a vuestra alteza de aquellos españoles y que restaba para yo darla, que él estuviese en mi posada hasta tanto que la verdad más se aclarase y se supiese él ser sin culpa y que le rogaba mucho que no recibiese pena de ello, porque él no habÃa de estar como preso sino en toda su libertad y que en servicio ni en el mando de su señorÃo, yo no le ponÃa ningún impedimento y que escogiese un cuarto de aquel aposento donde yo estaba, cual él quisiese y que allà estarÃa muy a su placer y que fuese cierto que ningún enojo ni pena se le habÃa de dar, antes además de su servicio, los de mi compañÃa le servirÃan en todo lo que él mandase; acerca de esto pasamos muchas pláticas y razones que serÃan largas para escribir y aun para dar cuenta de ellas a vuestra alteza, algo prolijas y también no sustanciales para el caso y por tanto no diré más de que finalmente él dijo que le placÃa de irse conmigo y mandó luego ir a aderezar el aposentamiento donde él quiso estar, el cual fue muy puesto y bien aderezado.
Y hecho esto, vinieron muchos señores y quitadas las vestiduras y puestas por bajo de los brazos y descalzos traÃan unas andas no muy bien aderezadas y llorando lo tomaron en ellas con mucho silencio y asà nos fuimos hasta el aposento donde estaba, sin haber alboroto en la ciudad, aunque se comenzó a mover; pero sabido por el dicho Mutezuma, envió a mandar que no lo hubiese. Y asà hubo toda quietud según que antes la habÃa y la hubo todo el tiempo que yo tuve preso al dicho Mutezuma, porque él estaba muy a su placer y con todo su servicio, según en su casa lo tenÃa; que era bien grande y maravilloso, según adelante diré. Y yo y los de mi compañÃa le hacÃamos todo el placer que a nosotros era posible.
Y habiendo pasado quince dÃas o veinte dÃas de su prisión, vinieron aquellas personas que habÃa enviado por Qualpopoca y los otros que habÃan matado a los españoles y trajeron al dicho Qualpopoca y a un hijo suyo y con ellos quince personas que decÃan que eran principales y habÃan sido en la dicha muerte. Y al dicho Qualpopoca traÃan en unas andas y muy a manera de señor, como de hecho lo era y traÃdos me los entregaron y yo los hice poner a buen recaudo con sus prisiones y después que confesaron haber matado a los españoles, les hice interrogar si ellos eran vasallos de Mutezuma y el dicho Qualpopoca respondió que si habÃa otro señor de quien pudiese serio, casi diciendo que no habÃa otro y que sà eran. Y asimismo les pregunté si lo que allà se habÃa hecho habÃa sido por su mandado y dijeron que no, aunque después, al tiempo que en ellos se ejecutó la sentencia que fuesen quemados, todos a una voz dijeron que era verdad que el dicho Mutezuma se lo habÃa enviado a mandar y que por su mandado lo habÃan hecho. Y asà fueron éstos quemados públicamente en una plaza, sin haber alboroto alguno y el dÃa que se quemaron, porque confesaron que el dicho Mutezuma les habÃa mandado que matasen a aquellos españoles, le hice echar unos grillos, de que él no recibió poco espanto, aunque después de haberle hablado aquel dÃa, se los quité y él quedó muy contento y de allà adelante siempre trabajé de agradarle y contentarle en todo lo a mà posible, en especial que siempre publiqué y dije a todos los naturales de la tierra, asà señores como los que a mà venÃan, que vuestra majestad era servido que el dicho Mutezuma se estuviese en su señorÃo reconociendo el que vuestra alteza sobre él tenÃa y que servirÃan mucho a vuestra alteza en le obedecer y tener por señor, como antes que yo a la tierra viniese le tenÃan.
Y fue el buen tratamiento que yo le hice y el contentamiento que de mà tenÃa, que algunas veces y muchas le acometà con su libertad, rogándole que fuese a su casa y me dijo todas las veces que se lo decÃa que él estaba bien allà y que no querÃa irse, porque allà no le faltaba cosa de lo que él querÃa, como si en su casa estuviese y que podrÃa ser que yéndose y habiendo lugar, que los señores de la tierra sus vasallos le importunasen o le induciesen a que hiciese alguna cosa contra su voluntad, que fuese fuera del servicio de vuestra alteza y que él tenÃa propuesto de servir a vuestra alteza en todo lo a él posible y que hasta tanto que los tuviese informados de lo que querÃa hacer y que él estaba bien allÃ, porque aunque alguna cosa le quisiesen decir, que con responderles que no estaba en su libertad se podrÃa excusar y eximir de ellos y muchas veces me pidió licencia para irse a holgar y pasar tiempo a ciertas casas de placer que él tenÃa, asà fuera de la ciudad como dentro y ninguna vez se la negué. Y fue muchas veces a holgar con cinco o seis españoles a una o dos leguas fuera de la ciudad y volvÃa siempre muy alegre y contento al aposento donde yo le tenÃa y siempre que salÃa hacÃa muchas mercedes de joyas y ropa, asà a los españoles que con él iban, como a sus naturales, de los cuales siempre iba tan acompañado, que cuando menos con él iban, pasaban de tres mil hombres, que los más de ellos eran señores y personas principales y siempre les hacÃa muchos banquetes y fiestas, que los que con él iban tenÃan bien que contar.
Después que yo conocà de él muy por entero tener mucho deseo al servicio de vuestra majestad, le rogué que porque más enteramente yo pudiese hacer relación a vuestra majestad de las cosas de esta tierra, que me mostrase las minas de donde se sacaba el oro, el cual con muy alegre voluntad, según mostró, dijo que le placÃa y luego hizo venir ciertos servidores suyos y de dos en dos repartió para cuatro provincias donde dijo que se sacaba y pidióme que le diese españoles que fuesen con ellos para que lo viesen sacar y asimismo yo le di a cada dos de los suyos, otros dos españoles. Y los unos fueron a una provincia que se dice Cuzula, que es ochenta leguas de la gran ciudad de Temixtitan y los naturales de aquella provincia son vasallos del dicho Mutezuma y allà les mostraron tres rÃos y de todos me trajeron muestras de oro y muy buena, aunque sacada con poco aparejo porque no tenÃan otros instrumentos más de aquel con que los indios lo sacan y en el camino pasaron tres provincias, según los españoles dijeron, de muy hermosa tierra y de muchas villas, ciudades y otras poblaciones en mucha cantidad y de tales y tan buenos edificios, que dicen que en España no podÃan ser mejores. En especial me dijeron que habÃan visto una casa de aposentamiento y fortaleza que es mayor y más fuerte y mejor edificada que el castillo de Burgos y la gente de una de estas provincias que se llama Tamazulapa, era mas vestida que esta otra que hemos visto y según a ellos les pareció, de mucha razón. Los otros fueron a otra provincia que se dice Malinaltepeque, que es otras setenta leguas de la dicha gran ciudad, que es más hacia la costa del mar y asimismo me trajeron muestra de oro de un rÃo grande que por allà pasa. Y los otros fueron a una tierra que está este rÃo arriba, que es de una gente diferente de la lengua de Culúa, a la cual llaman Tenis y el señor de aquella tierra se llama Coatelicamat y por tener su tierra en unas sierras muy altas y ásperas no es sujeto al dicho Mutezuma y también porque la gente de aquella provincia es gente muy guerrera y pelean con lanzas de veinticinco y treinta palmos y por no ser éstos vasallos del dicho Mutezuma, los mensajeros que con los españoles iban no osaron entrar en la tierra sin hacerlo saber primero al señor de ella y pedir para ello licencia, diciéndole que iban con aquellos españoles a ver las minas de oro que tenÃan en su tierra y que le rogaban de mi parte y del dicho Mutezuma su señor, que lo hubiesen por bien. El cual dicho Coatelicamat respondió que los españoles, que él era muy contento que entrasen en su tierra y viesen las minas y todo lo demás que ellos quisiesen, pero que los de Culúa, que son los de Mutezuma, no habÃan de entrar en su tierra porque eran sus enemigos.
Algo estuvieron los españoles perplejos en si irÃan o no, porque los que con ellos iban les dijeron que no fuesen que les matarÃan y que por matarlos no consentÃan que los de Culúa entrasen con ellos y al fin se determinaron a entrar solos y fueron del dicho señor y de los de su tierra muy bien recibidos y les mostraron siete u ocho rÃos de donde dijeron que ellos sacaban el oro y en su presencia los sacaron los indios y ellos me trajeron muestra de todos y con los dichos españoles me envió el dicho Coatelicamat ciertos mensajeros suyos con los cuales me envió a ofrecer su persona y tierra al servicio de vuestra sacra majestad y me envió ciertas joyas de oro y ropa de la que ellos tienen; los otros fueron a otra provincia que se dice Tuchitebeque, que es casi en el mismo derecho hacia la mar, doce leguas de la provincia de Malinaltebeque, donde ya he dicho que se halló oro y allá les mostraron otros dos rÃos de donde asimismo sacaron muestra de oro.
Y porque allÃ, según los españoles que allá fueron me informaron, que hay mucho aparejo para hacer estancias para sacar oro, rogué al dicho Mutezuma que en aquella provincia de Malinaltebeque, porque era para ello más aparejada, hiciese hacer una estancia para Vuestra Majestad y puso en ello tanta diligencia, que dende en dos meses que yo se lo dije, estaban sembradas sesenta hanegas de maÃz, diez de frÃjoles y dos mil de cacao, que es una fruta como almendras, que ellos venden molida y la tienen en tanto, que se trata por moneda en toda la tierra y con ella se compran todas las cosas necesarias en los mercados y otras partes. Y habÃa hechas cuatro casas muy buenas, en que la una, demás de los aposentamientos hicieron un estanque de agua y en él pusieron quinientos patos, que acá tienen en mucho, porque se aprovechan de la pluma de ellos y los pelan cada año y hacen sus ropas con ella y pusieron hasta mil quinientas gallinas, sin otros aderezos de granjerÃas, que muchas veces juzgadas por los españoles que las vieron, las apreciaban en veinte mil pesos de oro.
Asimismo le rogué al dicho Mutezuma que me dijese si en la costa de la mar habÃa algún rÃo o ancón en que los navÃos que viniesen pudiesen entrar y estar seguros. El cual me respondió que no lo sabÃa; pero que él me harÃa pintar toda la costa, ancones y rÃos de ella y que enviase yo españoles a verlos y que él me darÃa quien los guiase y fuese con ellos y asà lo hizo. Otro dÃa me trajeron figurada en un paño toda la costa y en ella parecÃa un rÃo que salÃa a la mar, más abierto, según la figura, que los otros; el cual parecÃa estar entre las sierras que dicen San MartÃn y son tan altas que forman un ancón por donde los pilotos hasta entonces creÃan que se partÃa la tierra en una provincia que se dice Mazamalco y me dijo que viese yo a quién querÃa enviar y que él proveerÃa a quién y cómo se viese y supiese todo. Y luego señalé diez hombres y entre ellos algunos pilotos y personas que sabÃan de la mar y con el recaudo que él dio se partieron y fueron por toda la costa desde el puerto de Chalchilmeca, que dicen de San Juan, donde yo desembarqué y anduvieron por ella setenta y tantas leguas, que en ninguna parte hallaron rÃo ni ancón donde pudiesen entrar navÃos ningunos, puesto que en la dicha costa habÃa muchos y muy grandes y todos los sondaron con canoas y asà llegaron a la dicha provincia de Cuacalcalco, donde el dicho rÃo está.
El señor de aquella provincia, que se dice Tuchintecla, los recibió muy bien y les dio canoas para mirar el rÃo y hallaron en la entrada de él dos brazas y media largas en lo más bajo del bojar y subieron por el dicho rÃo arriba, doce leguas y lo más bajo que en él hallaron fueron cinco o seis brazas. Y según lo que de él vieron, se cree que sube más de treinta leguas de aquella hondura y en la ribera de él hay muchas y grandes poblaciones y toda la provincia es muy llana y muy fuerte y abundosa de todas las cosas de la tierra y de mucha y casi innumerable gente. Y los de esta provincia no son vasallos ni súbditos de Mutezuma, antes sus enemigos. Asimismo, el señor de ella, al tiempo que los españoles llegaron, les envió a decir que los de Culúa no entrasen en su tierra, porque eran sus enemigos. Y cuando se volvieron los españoles a mà con esta relación, envió con ellos ciertos mensajeros con los cuales me envió ciertas joyas de oro, cueros de tigres, plumajes, piedras y ropa y ellos me dijeron de su parte que habÃa muchos dÃas que Tuchintecla, su señor, tenÃa noticia de mà porque los de Putunchán, que es el rÃo de Grijalva, que son sus amigos, le habÃan hecho saber cómo yo habÃa pasado por allà y habÃa peleado con ellos porque no me dejaban entrar en su pueblo y cómo después quedamos amigos y ellos por vasallos de vuestra majestad y que él asimismo se ofrecÃa a su real servicio con toda su tierra y me rogaba que les tuviese por amigo, con tal condición que los de Culúa no entrasen en su tierra y que yo viese las cosas que en ella habÃa de que se quisiese servir vuestra alteza y que él darÃa de ellas las que yo señalase en cada un año.
Como de los españoles que vinieron de esta provincia me informé ser ella aparejada para poblar y del puerto que en ella habÃan hallado, holgué mucho, porque después que en esta tierra salté siempre he trabajado de buscar puerto en la costa de ella, tal que estuviese a propósito de poblar y jamás lo habÃa hallado ni lo hay en toda la costa desde el rÃo San Antón, que es junto al de Grijalva, hasta el de Pánuco, que es la costa abajo, adonde ciertos españoles, por mandado de Francisco de Garay, fueron a poblar, de que adelante a vuestra alteza haré relación.
Y para más certificarme de las cosas de aquella provincia y puerto y de la voluntad de los naturales de ella y de las otras cosas necesarias a la población, torné a enviar ciertas personas de las de mi compañÃa, que tenÃan alguna experiencia, para alcanzar lo susodicho. Los cuales fueron con los mensajeros que aquel señor Tuchintecla me habÃa enviado y con algunas cosas que yo les di para él y llegados fueron de él bien recibidos y tornaron a ver y sondar el puerto y el rÃo y ver los asientos que habÃa en él para hacer el pueblo y de todo me trajeron verdadera y larga relación y dijeron que habÃa todo lo necesario para poblar y que el señor de la provincia estaba muy contento y con mucho deseo de servir a vuestra alteza. Y venidos con esta relación, luego despaché un capitán con ciento cincuenta hombres, para que fuesen a trazar y formar el pueblo y hacer una fortaleza, porque el señor de aquella provincia se me habÃa ofrecido de hacerla y asimismo todas las cosas que fuesen menester le mandasen y aun hizo seis en el asiento que para el pueblo señalaron y dijo que era muy contento que fuésemos allà a poblar y estar en su tierra.
En los capÃtulos pasados, muy poderoso señor, dije cómo al tiempo que yo iba a la gran ciudad de Temixtitan, me habÃa salido al camino un gran señor que venÃa de parte de Mutezuma y según lo que después de él supe, él era muy cercano deudo del dicho Mutezuma y tenÃa su señorÃo junto al del dicho Mutezuma, cuyo nombre era Haculuacán. Y la cabeza de él es una muy gran ciudad que está junto a esta laguna salada, que hay desde ella, yendo en canoas por la dicha laguna hasta la dicha ciudad de Temixtitan, seis leguas y por la tierra diez. Llámase esta ciudad Tezcuco y será de hasta treinta mil vecinos. Tienen, señor, en ella, muy maravillosas casas, mezquitas y oratorios muy grandes y muy bien labrados. Hay muy grandes mercados y demás de esta ciudad tiene otras dos, la una de tres leguas de esta de Tezcuco, que se llama Acuruman y la otra a seis leguas, que se dice Otumpa. Tendrá cada una de éstas, hasta tres mil o cuatro mil vecinos. Tiene la dicha provincia y señorÃo de Haculuacán, otras aldeas y alquerÃas en mucha cantidad y muy buenas tierras y sus labranzas. Confina todo este señorÃo, Por la una parte con la provincia de Tascaltecal, de que ya a vuestra majestad he dicho. Este señor que se dice Cacamazin, después de la prisión de Mutezuma se rebeló asà contra el servicio de vuestra alteza, a quien se habÃa ofrecido, como contra el dicho Mutezuma. Y puesto que por muchas veces fue requerido que viniese a obedecer los reales mandamientos de vuestra majestad, nunca quiso, aunque demás de lo que yo le enviaba a requerir, el dicho Mutezuma se lo enviaba a mandar; antes respondÃa que si algo le querÃan, que fuesen a su tierra y que allá verÃan para cuánto era y el servicio que era obligado a hacer. Y según yo me informé, tenia gran copia de gente de guerra junta y todos para ella bien a punto. Y como por amonestaciones ni requerimientos yo no lo pude atraer, hablé al dicho Mutezuma y le pedà su parecer de lo que debÃamos hacer para que aquél no quedase sin castigo de su rebelión. El cual me respondió que quererle tomar por guerra que se ofrecÃa mucho peligro, porque él era gran señor y tenÃa muchas fuerzas y gente y que no se podÃa tomar tan sin peligro que no muriese mucha gente. Pero que él tenÃa en su tierra del dicho Cacamazin muchas personas principales que vivÃa con él y les daba su salario, que él hablarÃa con ellos para que atrajesen alguna de la gente del dicho Cacamazin a sà y que atraÃda y estando seguros que aquéllos favorecerÃan nuestro partido y se podrÃa prender seguramente. Y asà fue que el dicho Mutezuma hizo sus conciertos de tal manera, que aquellas personas atrajeron al dicho Cacamazin a que se juntase con ellos en la dicha ciudad de Tezcuco, para dar orden en las cosas que convenÃan a su estado como personas principales y que les dolÃa que él hiciese cosas por donde se perdiese. Y asà se juntaron en una muy gentil casa del dicho Cacamazin, que está junto a la costa de la laguna y es de tal manera edificada, que por debajo de toda ella navegan las canoas y salen a la dicha laguna. Allà secretamente tenÃan aderezadas ciertas canoas con mucha gente apercibida, para si el dicho Cacamazin quisiese resistir la prisión. Y estando en la consulta lo tomaron todos aquellos principales antes que fuesen sentidos de la gente del dicho Cacamazin y lo metieron en aquellas canoas y salieron a la laguna y pasaron a la gran ciudad, que como ya dije, está seis leguas de allà y llegados lo pusieron en unas andas como su estado requerÃa y lo acostumbraban y me lo trajeron; al cual yo hice echar unos grillos y poner a mucho recaudo. Y tomado el parecer de Mutezuma, puse en nombre de vuestra alteza, en aquel señorÃo, a un hijo suyo que se decÃa Cucuzcacin, al cual hice que todas las comunidades y señores de la dicha provincia y señorÃo le obedeciesen por señor hasta tanto que vuestra alteza fuese servido de otra cosa. Y asà se hizo, que de allà adelante todos lo tuvieron y lo obedecieron por señor como al dicho Cacamazin y él fue obediente en todo o que yo de parte de vuestra majestad le mandaba.
Pasados algunos pocos dÃas después de la prisión de este Cacamazin, el dicho Mutezuma hizo llamamiento y congregación de todos los señores de las ciudades y tierras allà comarcanas y juntos, me envió a decir que subiese allà adonde él estaba con ellos y llegado yo, les habló de esta manera: "Hermanos y amigos mÃos, ya sabéis que de mucho tiempo acá vosotros y vuestros padres y abuelos habéis sido y sois súbditos y vasallos de mis antecesores y mÃos y siempre de ellos y de mà habéis sido muy bien tratados y honrados y vosotros asimismo habéis hecho lo que buenos y leales vasallos son obligados a sus naturales señores y también creo que de vuestros antecesores tenéis memoria cómo nosotros no somos naturales de esta tierra y que vinieron a ella de muy lejos tierra y los trajo un señor que en ella los dejó, cuyos vasallos todos eran. El cual volvió dende ha mucho tiempo y halló que nuestros abuelos estaba ya poblados y asentados en esta tierra y casados con las mujeres de esta tierra y tenÃan mucha multiplicación de hijos, por manera que no quisieron volverse con el ni menos lo quisieron recibir por señor de la tierra y él se volvió y dejó dicho que tornarÃa o enviarÃa con tal poder, que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis que siempre lo hemos esperado y según las cosas que el capitán nos ha dicho de aquel rey y señor que le envió acá y según la parte de donde él dice que viene, tengo por acierto y asà lo debéis vosotros tener, que aqueste es el señor que esperábamos, en especial que nos dice que allá tenÃa noticia de nosotros y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su señor eran obligados, hagámoslo nosotros y demos gracias a nuestros dioses porque en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban. Y mucho os ruego, pues a todos es notorio todo esto, que asà como hasta aquà a mà me habéis tenido y obedecido por señor vuestro, de aquà en adelante tengáis y obedezcáis a este gran rey, pues él es vuestro natural señor y en su lugar tengáis a este su capitán y todos los tributos y servicios que hasta aquà a mà me hacÃades, hacedlos y dadlos a él, porque yo asimismo tengo de contribuir y servir con todo lo que me mandare y demás de hacer lo que debéis y sois obligados, a mà me haréis en ello mucho placer". Lo cual todo lo dijo llorando con las mayores lágrimas y suspiros que un hombre podÃa manifestar y asimismo todos aquellos señores que le estaban oyendo lloraban tanto, que en gran rato no le pudieron responder. Y certifico a vuestra sacra majestad, que no habÃa tal de los españoles que oyese el razonamiento, que no hubiese mucha compasión.
Y después de algo sosegadas sus lágrimas, respondieron que ellos lo tenÃan por su señor y habÃan prometido de hacer todo lo que les mandase y que por esto y por la razón que para ello les daba, que eran muy contentos de hacerlo y que desde entonces para siempre se daban ellos por vasallos de vuestra alteza y desde allà todos juntos y cada uno por sà prometÃan y prometieron, de hacer y c*mplir todo aquello que con el real nombre de vuestra majestad les fuese mandado, como buenos y leales vasallos lo deben hacer y de acudir con todos los atributos y servicios que antes al dicho Mutezuma hacÃan y eran obligados y con todo lo demás que le fuese mandado en nombre de vuestra alteza. Lo cual todo pasó ante un escribano público y lo asentó por auto en forma y yo lo pedà asà por testimonio en presencia de muchos españoles.
Pasado este auto y ofrecimiento que estos señores hicieron al real servicio de vuestra majestad, hablé un dÃa al dicho Mutezuma y le dije que vuestra alteza tenÃa necesidad de oro para ciertas obras que mandaba hacer y que le rogaba que enviase algunas personas de los suyos y que yo enviarÃa asimismo algunos españoles por las tierras y casas de aquellos señores que allà se habÃan ofrecido, a rogarles que de lo que ellos tenÃan sirviesen a vuestra majestad con alguna parte, porque demás de la necesidad que vuestra alteza tenÃa, parecerÃa que ellos comenzaban a servir y vuestra alteza tendrÃa más concepto de las voluntades que a su servicio mostraban y que él asimismo me diese de lo que tenÃa, porque lo querÃa enviar, como el oro y como las otras cosas que habÃa enviado a vuestra majestad con los pasajeros. Y luego mandó que le diese los españoles que querÃa enviar y de dos en dos y de cinco en cinco, los repartió para muchas provincias y ciudades, cuyos nombres, por haberse perdido las escrituras, no me acuerdo, porque son muchos y diversos, más de que algunas de ellas están a ochenta y a cien leguas de la dicha gran ciudad de Temixtitan y con ellos envió de los suyos y les mandó que fuesen a los señores de aquellas provincias y ciudades y les dijese cómo yo mandaba que cada uno de ellos diese cierta medida de oro que les dio. Y asà se hizo que todos aquellos señores a que él envió dieron muy c*mplidamente lo que se les pidió, asà en joyas como en tejuelos y hojas de oro y plata. Y otras cosas de las que ellos tenÃan, que fundido todo lo que era para fundir, cupo a vuestra majestad del quinto, treinta y dos mil y cuatrocientos y tantos pesos de oro, sin todas las joyas de oro, plata, plumajes, piedras y otras muchas cosas de valor que para vuestra sacra majestad yo asigné y aparté, que podrÃan valer cien mil ducados y más suma; las cuales demás de su valor eran tales y tan maravillosas que consideradas por su novedad y extrañeza, no tenÃan precio ni es de creer que alguno de todos los prÃncipes del mundo de quien se tiene noticia las pudiese tener tales y de tal calidad. Y no le parezca a vuestra majestad fabuloso lo que digo, pues es verdad que todas las cosas criadas asà en la tierra como en la mar, de que el dicho Mutezuma pudiese tener conocimiento, tenÃan contrahechas muy al natural, asà de oro como de plata, como de pedrerÃa y de plumas, en tanta perfección, que casi ellas mismas parecÃan; de las cuales todas me dio para vuestra alteza mucha parte, sin otras que yo le di figuradas y él las mandó hacer de oro, asà como imágenes, crucifijos, medallas, joyeles, collares y otras muchas cosas de las nuestras, que les hice contrahacer. Cupieron asimismo a vuestra alteza del quinto de la plata que se hubo, ciento y tantos marcos, los cuales hice labrar a los naturales, de platos grandes y pequeños, escudillas, tazas y cucharas y lo labraron tan perfecto como se lo podÃamos dar a entender.
Demás de esto, me dio el dicho Mutezuma mucha ropa de la suya, que era tal, que considerada ser toda de algodón y sin seda, en todo el mundo no se podÃa hacer ni tejer otra tal ni de tantas ni tan diversos y naturales colores ni labores; en que habÃa ropas de hombres y de mujeres muy maravillosas, y habÃa paramentos para camas, que hechos de seda no se podÃan comparar; y habÃa otros paños como de tapicerÃa que podÃan servir en salas y en iglesias; habÃa colchas y cobertores de cama, asà de pluma como de algodón, de diversos colores asimismo muy maravillosos, y otras muchas cosas que por ser tantas y tales no las sé significar a vuestra majestad. También me dio una docena de cerbatanas de las con que él tiraba, que tampoco no sabré decir a vuestra alteza su perfección porque eran todas pintadas de muy excelentes pinturas y perfectos matices, en que habÃa figuradas muchas maneras de avecicas y animales y árboles y flores y otras diversas cosas, y tenÃan los brocales y punterÃa tan grandes como un geme de oro, y en el medio otro tanto muy labrado. Dióme para con ellas un carniel de red de oro para los bodoques, que también me dijo que me habÃa de dar de oro, y dióme unas turquesas de oro y otras muchas cosas, cuyo número es casi infinito.
Porque para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitan, del señorÃo y servicio de este Mutezuma, señor de ella, y de los ritos y costumbres que esta gente tiene, y de la orden que en la gobernación, asà de esta ciudad como de las otras que eran de este señor, hay, serÃa menester mucho tiempo y ser muchos relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrÃan decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi, que aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender. Pero puede vuestra majestad ser cierto que si alguna falta en mi relación hubiere, que será antes por corto que por largo, asà en esto como en todo lo demás de que diere cuenta a vuestra alteza, porque me parecÃa justo a mi prÃncipe y señor, decir muy claramente la verdad sin interponer cosas que la disminuyan y acrecienten.
Antes que comience a relatar las cosas de esta gran ciudad y las otras que en este capÃtulo dije, me parece, para que mejor se puedan entender, que débese decir de la manera de México, que es donde esta ciudad y algunas de las otras que he hecho relación están fundadas, y donde está el principal señorÃo de este Mutezuma. La cual dicha provincia es redonda y está toda cercada de muy altas y ásperas sierras, y lo llano de ella tendrá en torno hasta setenta leguas, y en el dicho llano hay dos lagunas que casi lo ocupan todo, porque tienen canoas en torno más de cincuenta leguas. Y la una de estas dos lagunas es de agua dulce, y la otra, que es mayor, es de agua salada; divÃdelas por una parte una cuadrilla pequeña de cerros muy latos que están en medio de esta llanura, y al cabo se van a juntar las dichas lagunas en un estrecho de llano que entre estos cerros y las sierras altas se hace. El cual estrecho tendrá un tiro de ballesta, y por entre una laguna y la otra, y las ciudades y otras poblaciones que están en las dichas lagunas, contratan las unas con las otras en sus canoas por el agua, sin haber necesidad de ir por la tierra. Y porque esta laguna salada grande crece y mengua por sus mareas según hace la mar todas las crecientes, corre el agua de ella a la otra dulce tan recio como si fuese caudaloso rÃo, y por consiguiente a las menguantes va la dulce a la salada.
Esta gran ciudad de Temixtitan está fundada en esta laguna salada, y desde la tierra firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad, por cualquiera parte que quisieren entrar a ella, hay dos leguas. Tienen cuatro entradas, todas de calzada hecha a mano, tan ancha como dos lanzas jinetas. Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo las principales, muy anchas y muy derechas, y algunas de éstas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua, por la cual andan en sus canoas, y todas las calles de trecho a trecho están abiertas por donde atraviesa el agua de las unas a las otras, y en todas estas aberturas, que algunas son muy anchas hay sus puentes de muy anchas y muy grandes vigas, juntas y recias y bien labradas, y tales, que por muchas de ellas pueden pasar diez de a caballo juntos a la par. Y viendo que si los naturales de esta ciudad quisiesen hacer alguna traición, tenÃan para ello mucho aparejo, por ser la dicha ciudad edificada de la manera que digo, y quitadas las puentes de las entradas salidas, nos podrÃan dejar morir de hambre sin que pudiésemos salir a la tierra; luego que entré en la dicha ciudad di mucha prisa en hacer cuatro bergantines, y los hice en muy breve tiempo, tales que podÃan echar trescientos hombres en la tierra y llevar los caballos cada vez que quisiésemos.
Tiene esta ciudad muchas plazas donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercadurÃas que en todas las tierras se hallan, asà de mantenimientos como de vituallas, joyas de oro y de plata, de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de conchas, de caracoles y de plumas. Véndese cal, piedra labrada y por labrar, adobes, ladrillos, madera labrada y por labrar de diversas maneras. Hay calle de caza donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, asà como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, búharos, águilas, halcones, gavilanes y cernÃcalos; y de algunas de estas aves de rapiña, venden los cueros con su pluma y cabezas y pico y uñas.
Venden conejos, liebres, venados, y perros pequeños, que crÃan para comer, castrados. Hay calle de herbolarios, donde hay todas las raÃces y hierbas medicinales que en la tierra se hallan. Hay casas como de boticarios donde se venden las medicinas hechas, asà potables como ungüentos y emplastos. Hay casas como de barberos, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde dan de comer y beber por precio. Hay hombres como los que llaman en Castilla ganapanes, para traer cargas. Hay mucha leña, carbón, braseros de barro y esteras de muchas maneras para camas, y otras más delgadas para asiento y esterar salas y cámaras. Hay todas las maneras de verduras que se hallan, especialmente cebollas, puerros, ajos, mastierzo, berros, borrajas, acederas y cardos y tagarninas. Hay frutas de muchas maneras, en que hay cerezas, y ciruelas, que son semejantes a las de España. Venden miel de abejas y cera y miel de cañas de maÃz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey, que es mucho mejor que arrope, y de estas plantas hacen azúcar y vino, que asimismo venden. Hay a vender muchas maneras de hilados de algodón de todos colores, en sus madejicas, que parece propiamente alcaicerÃa de Granada en las sedas, aunque esto otro es en mucha más cantidad. Venden colores ara pintores, cuantos se pueden hallar en España, y de tan excelentes matices cuanto pueden ser. Venden cueros de venado con pelo y sin él; teñidos, blancos y de diversas colores. Venden mucha loza en gran manera muy buena, venden muchas vasijas de tinajas grandes y pequeñas, jarros, ollas, ladrillos y otras infinitas maneras de vasijas, todas de singular barro, todas o las más, vidriadas y pintadas.
Venden mucho maÃz en grano y en pan, lo cual hace mucha ventaja, asà en el grano como en el sabor, a todo lo de las otras islas y tierra firme. Venden pasteles de aves y empanadas de pescado. Venden mucho pescado fresco y salado, crudo y guisado. Venden huevos de gallinas y de ánsares, y de todas las otras aves que he dicho, en gran cantidad; venden tortillas de huevos hechas. Finalmente, que en los dichos mercados se venden todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho, son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner los nombres, no las expreso. Cada genero de mercadurÃa se venden en su calle, sin que entremetan otra mercadurÃa ninguna, y en esto tienen mucha orden. Todo se vende por cuenta y medida, excepto que hasta ahora no se ha visto vender cosa alguna por peso.
Hay en esta gran plaza una gran casa como de audiencia, donde están siempre sentadas diez o doce personas, que son jueces y libran todos los casos y cosas que en el dicho mercado acaecen, y mandan castigar los delincuentes. Hay en la dicha plaza otras personas que andan continuo entre la gente, mirando lo que se vende y las medidas con que miden lo que venden; y se ha visto quebrar alguna que estaba falsa.
Hay en esta gran ciudad muchas mezquitas o casas de sus Ãdolos de muy hermosos edificios, por las colaciones y barrios de ella, y en las principales de ella hay personas religiosas de su secta, que residen continuamente en ellas, para los cuales, demás de las casas donde tienen los Ãdolos, hay buenos aposentos. Todos estos religiosos visten de negro y nunca cortan el cabello, ni lo peinan desde que entran en la religión hasta que salen, y todos los hijos de las personas principales, asà señores como ciudadanos honrados, están en aquellas religiones y hábito desde edad de siete u ocho años hasta que los sacan para casarlos, y esto más acaece en los primogénitos que han de heredar las casas, que en los otros. No tienen acceso a mujer ni entra ninguna en las dichas casas de religión. Tienen abstinencia en no comer ciertos manjares, y más en algunos tiempos del año que no en los otros; y entre estas mezquitas hay una que es la principal, que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella, porque es tan grande que dentro del circuito de ella, que es todo cercado de muro muy alto, se podÃa muy bien hacer una villa de quinientos vecinos; tiene dentro de este circuito, todo a la redonda, muy gentiles aposentos en que hay muy grande salas y corredores donde se aposentan los religiosos que allà están. Hay bien cuarenta torres muy altas y bien obradas, que la mayor tienen cincuenta escalones para subir al cuerpo de la torre; la más principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla. Son tan bien labradas, asà de canterÃa como de madera, que no pueden ser mejor hechas ni labradas en ninguna parte, porque toda la canterÃa de dentro de las capillas donde tienen los Ãdolos, es de imaginerÃa y zaquizamÃes, y el maderamiento es todo de masonerÃa muy pintado de cosas de monstruos y otras figuras y labores. Todas estas torres son enterramiento de señores, y las capillas que en ellas tienen son dedicadas cada una a su Ãdolo, a que tienen devoción.
Hay tres salas dentro de esta gran mezquita, donde están los principales Ãdolos, de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores y figuras esculpidas, asà en la canterÃa como en el maderamiento, y dentro de estas salas están otras capillas que las puertas por donde entran a ellas son muy pequeñas, y ellas asimismo no tienen claridad alguna, y allà no están sino aquellos religiosos, y no todos, y dentro e éstas están los bultos y figuras de los Ãdolos, aunque, como he dicho, de fuera hay también muchos. Los más principales de estos Ãdolos, y en quien ellos más fe y creencia tenÃan, derroqué de sus sillas y los hice echar por las escaleras abajo e hice limpiar aquellas capillas donde los tenÃan, porque todas estaban llenas de sangre que sacrifican, y puse en ellas imágenes de Nuestra Señora y de otros santos que no poco el dicho Mutezuma y los naturales sintieron; los cuales primero me dijeron que no lo hiciese, porque si se sabÃa por las comunidades se levantarÃa contra mÃ, porque tenÃan que aquellos Ãdolos les daban todos los bienes temporales, y que dejándolos maltratar, se enojarÃan y no les darÃan nada, y les sacarÃan los frutos de la tierra y morirÃa la gente de hambre. Yo les hice entender con las lenguas cuán engañados estaban en tener su esperanza en aquellos Ãdolos, que eran hechos por sus manos, de cosas no limpias, y que habÃan de saber que habÃa un solo Dios, universal Señor de todos, el cual habÃa criado el cuelo y la tierra y todas las cosas, y que hizo a ellos y a nosotros, y que Este era sin principio e inmortal, y que a El habÃa de adorar y creer y no a otra criatura ni cosa alguna, y les dije todo lo demás que yo en este caso supe, para los desviar de sus idolatrÃas y atraer al conocimiento de Dios Nuestro Señor; y todos, en especial el dicho Mutezuma, me respondieron que ya me habÃan dicho que ellos no eran naturales de esta tierra, y que habÃa muchos tiempos que sus predecesores habÃan venido a ella, y que bien creÃan que podrÃan estar errados en algo de aquello que tenÃan, por haber tanto tiempo que salieron de su naturaleza, y que yo, como más nuevamente venido, sabrÃa las cosas que debÃan tener y creer mejor que no ellos; que se las dijese e hiciese entender, que ellos harÃan lo que yo les dijese que era lo mejor. Y el dicho Mutezuma y muchos de los principales de la ciudad dicha, estuvieron conmigo hasta quitar los Ãdolos y limpiar las capillas y poner las imágenes, y todo con alegre semblante, y les defendà que no matasen criaturas a los Ãdolos, como acostumbraban, porque, demás de ser muy aborrecible a Dios, vuestra sacra majestad por sus leyes lo prohÃbe, y manda que el que matare lo maten. Y de ahà adelante se apartaron de ello, y en todo el tiempo que yo estuve en la dicha ciudad, nunca se vio matar ni sacrificar criatura alguna.
Los bultos y cuerpos de los Ãdolos en quien estas gentes creen son de muy mayores estaturas que el cuerpo de un hombre. Son hechos de masa de todas las semillas y legumbres que ellos comen, molidas y mezcladas unas con otras, y amásanlas con sangre de corazón de cuerpos humanos, los cuales abren por los pechos, vivos, y les sacan el corazón, y de aquella sangre que sale de él, amasan aquella harina, y asà hacen tanta cantidad cuanta basta para hacer aquellas estatuas grandes. Y también, después de hechas, les ofrecÃan más corazones, que asà mismo les sacrificaban, y les untaban las caras con la sangre. Y a cada cosa tienen su Ãdolo lo dedicado, al uso de los gentiles, que antiguamente honraban a sus dioses. Por manera que para pedir favor para la guerra tienen un Ãdolo, y para sus labranzas otro, y asà para cada cosa de las que ellos quieren o desean que se hagan bien, tienen sus Ãdolos a quien honran y sirven.
Hay en esta gran ciudad muchas casas muy buenas y muy grandes, y la causa de haber tantas casas principales es que todos los señores de la tierra, vasallos del dicho Mutezuma, tienen sus casas en la dicha ciudad y residen en ella cierto tiempo del año, y demás de esto hay en ella muchos ciudadanos ricos que tienen asà mismo muy buenas casas. Todos ellos, demás de tener muy grandes y buenos aposentamientos, tienen muy gentiles vergeles de flores de diversas maneras, asà en los aposentamientos altos como bajos. Por la una calzada que a esta gran ciudad entra vienen dos caños de argamasa, tan anchos como dos pasos cada uno, y tan altos como un estado, y por el uno de ellos viene un golpe de agua dulce muy buena, del gordor de un cuerpo de hombre, que va a dar al cuerpo de la ciudad, de que se sirven y beben todos. El otro, que va vacÃo, es para cuando quieren limpiar el otro caño, porque echan por allà el agua en tanto que se limpia; y porque el agua ha de pasar por los puentes a causa de las quebradas por donde atraviesa el agua salada, echan la dulce por unas canales tan gruesas como un buey, que son de la longua de las dichas puentes, y asà se sirve toda la ciudad.
Traen a vender el agua por canoas por todas las calles, y la manera de como la toman del caño es que llegan las canoas debajo de los puentes, por donde están las canales, y de allà hay hombre en lo alto que hinchen las canoas, y les pagan por ello su trabajo. En todas las entradas de la ciudad, y en las partes donde descargan las canoas, que es donde viene la más cantidad de los mantenimientos que entran en la ciudad, hay chozas hechas donde están personas por guardas y que reciben certum quid de cada cosa que entra. Esto no sé si lo lleva el señor o si es propio para la ciudad, porque hasta ahora no lo he alcanzado; pero creo que para el señor, porque en otros mercados de otras provincias se ha visto coger aquel derecho para el señor de ellas. Hay en todos los mercados y lugares públicos de la dicha ciudad, todos los dÃas, muchas personas, trabajadores y maestros de todos oficios, esperando quien los alquile por sus jornales.
La gente de esta ciudad es de más manera y primor en su vestir y servicio que no la otra de estas otras provincias y ciudades, porque como allà estaba siempre este señor Mutezuma, y todos los señores sus vasallos ocurrÃan siempre a la ciudad, habÃa en ella más manera y policÃa en todas las cosas. Y por no ser más prolijo en la relación de las cosas de esta gran ciudad, aunque no acabarÃa tan aÃna, no quiero decir más sino que en su servicio y trato de la gente de ella hay la manera casi de vivir que en España; y con tanto concierto y orden como allá, y que considerando esta gente ser bárbara y tan apartada del conocimiento de Dios y de la comunicación de otras naciones de razón, es cosa admirable ver la que tienen en todas las cosas.
En lo del servicio de Mutezuma y de las cosas de admiración que tenÃa por grandeza y estado, ay tanto que escribir que certifico a vuestra alteza que yo no sé por donde comenzar, que pueda acabar de decir alguna parte de ellas; porque, como ya he dicho ¿qué más grandeza puede ser que un señor bárbaro como éste tuviese contrahechas de oro y plata y piedras y plumas, todas las cosas que debajo del cielo hay en su señorÃo, tan al natural lo de oro y plata, que no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese, y lo de las piedras que no baste juicio comprender con qué instrumentos se hiciese tan perfecto, y lo de pluma, que ni de cera ni en ningún bordado se podrÃa hacer tan maravillosamente? El señorÃo de tierras que este Mutezuma tenÃa no se ha podido alcanzar cuánto era, porque a ninguna parte, doscientas leguas de un cabo y de otro de aquella su gran ciudad, enviaba sus mensajeros, que no fuese c*mplido su mandado, aunque habÃa algunas provincias en medio de estas tierras con quien él tenÃa guerra. Pero por lo que se alcanzó, y yo de él pude comprender, era su señorÃo tanto casi como España, porque hasta sesenta leguas de esta parte de Putunchán, que es el rÃo de Grijalva, envió mensajeros a que se diesen por vasallos de vuestra majestad los naturales de una ciudad que se dice c*matán, que habÃa desde la gran ciudad a ella doscientas y veinte leguas; porque las ciento y cincuenta yo he hecho andar y ver a los.españoles. Todos los más de los señores de estas tierras y provincias, en especial los comarcanos, residÃan, como ya he dicho, mucho tiempo del año en aquella gran ciudad, y todos o los más tenÃan sus hijos primogenitos en el servicio del dicho Mutezuma.
En todos los señorÃos de estos señores tenÃa fuerzas hechas, y en ellas gente suya, y sus gobernadores y cogedores del servicio y renta que de cada provincia le daban, y habÃa cuenta y razón de lo que cada uno era obligado a dar, porque tienen caracteres y figuras escritas en el papel que hacen por donde se entienden. Cada una de estas provincias servÃan con su género de servicio, según la calidad de la tierra, por manera que a su poder venÃa toda suerte de cosas que en las dichas provincias habÃa. Era tan temido de todos, asà presentes como ausentes, que nunca prÃncipe del mundo lo fue más. TenÃa, asà fuera de la ciudad como dentro, muchas casas de placer, y cada una de su manera de pasatiempo, tan bien labradas como se podrÃa decir, y cuales requerÃan ser para un gran prÃncipe y señor. TenÃa dentro de la ciudad sus casas de aposentamiento, tales y tan maravillosas que me parecÃa casi imposible poder decir la bondad y grandeza de ellas, y por tanto no me pondré en expresar cosa de ellas más de que en España no hay su semejable.
TenÃa una casa poco menos buena que ésta, donde tenÃa un muy hermoso jardÃn con ciertos miradores que salÃan sobre él, y los mármoles y losas de ellos eran de jaspe muy bien obradas. HabÃa en esta casa aposentamientos para se aposentar dos muy grandes prÃncipes con todo su servicio. En esta casa tenÃa diez estanques de agua, donde tenÃa todos los linajes de aves de agua que en estas partes se hallan, que son muchos y diversos, todas domésticas; y para las aves que se crÃan en la mar, eran los estanques de agua salada, y para los de rÃos, lagunas de agua dulce, la cual agua vaciaban de cierto a cierto tiempo, por la limpieza, y la tornaban a henchir por sus caños, y a cada género de aves se daba aquel mantenimiento que era propio a su natural y con que ellas en el campo se mantenÃan. De forma que a las que comÃan pescado, se lo daban; y las que gusanos, gusanos; y a las que maÃz, maÃz; y las que otras semillas más menudas, por el consiguiente se las daban. Y certifico a vuestra alteza que a las aves que solamente comÃan pescado se les daba cada dÃa diez arrobas de él, que se toma en la laguna saladas. HabÃa para tener cargo de más aves trescientos hombres, que en ninguna otra cosa entendÃan. HabÃa otros hombres que solamente entendÃan en curar las aves que adolecÃan. Sobre cada alberca y estanque de estas aves habÃa sus corredores y miradores muy gentilmente labrados, donde el dicho Mutezuma se venÃa a recrear y a las ver. TenÃa en esta casa un cuarto en que tenÃa hombres y mujeres y niños blancos de su nacimiento en el rostro y cuerpo y cabellos y cejas y pestañas. TenÃa otra casa muy hermosa donde tenÃa un gran patio losado de muy gentiles losas, todo él hecho a manera de un juego de ajedrez, y las casas eran hondas cuanto estado y medio, y tan grandes como seis pasos en cuadra; y la mitad de cada una de estas casas era cubierta el soterrado de losas, y la mitad que quedaba por cubrir tenÃa encima una red de palo muy bien hecha; y en cada una de estas casas habÃa un ave de rapiña; comenzando de cernÃcalo hasta águila, todas cuantas se hallan en España, y muchas más raleas que allá no se han visto. Y de cada una de estas raleas habÃa mucha cantidad y en lo cubierto de cada una de estas casas habÃa un palo como alcandra y otro fuera debajo de la red, que en el uno estaban de noche y cuando llovÃa y en el otro se podÃan salir al sol y al aire a curarse. Y a todas estas aves daban todos los dÃas de comer gallinas y no otro mantenimiento. HabÃa en esta casa ciertas salas grandes bajas, todas llenas de jaulas grandes de muy gruesos maderos muy bien labrados y encajados y en todas o en las más habÃa leones, tigres, lobos, zorras y gatos de diversas maneras y de todos en cantidad, a los cuales daban de comer gallinas cuantas les bastaban. Y para esos animales y aves habÃa otros trescientos hombres que tenÃan cargo de ellos.
TenÃa otra casa donde tenÃa muchos hombres y mujeres monstruos, en que habÃa enanos, corcovados y contrahechos y otros con otras disformidades y cada una manera de monstruos en su cuarto por sà y también habÃa para éstos, personas dedicadas para tener cargo de ellos, y las otras cosas de placer que tenÃa en su ciudad dejo de decir, por ser muchas y de muchas calidades.
La manera de su servicio era que todos los dÃas, luego en amaneciendo, eran en su casa más de seiscientos señores y personas principales, los cuales se sentaban y otros andaban por unas salas y corredores que habÃa en la dicha casa y allà estaban hablando y pasando tiempo sin entrar donde su persona estaba. Y los servidores de éstos y personas de quien se acompañaban henchÃan dos o tres grandes patios y la calle, que era muy grande. Y todos estaban sin salir de allà todo el dÃa hasta la noche. Y al tiempo que traÃan de comer al dicho Mutezuma, asà mismo lo traÃan a todos aquellos señores tan c*mplidamente cuanto a su persona y también a los servidores y gentes de éstos les daban sus raciones. HabÃa cotidianamente la despensa y botillerÃa abierta para todos aquellos que quisiesen comer y beber. La manera de como le daban de comer, es que venÃan trescientos o cuatrocientos mancebos con el manjar, que era sin cuento, porque todas las veces que comÃa , y le traÃan de todas las maneras de manjares, asà de carnes como de pescados, frutas y yerbas que en toda la tierra se podÃan haber. Y porque la tierra es frÃa, traÃan debajo de cada plato y escudilla de manjar un braserico con brasa para que no se enfriase. PonÃanle todos los manjares juntos en una gran sala en que él comÃa, que casi toda se henchÃa, la cual estaba toda muy bien esterada y muy limpia y él estaba sentado en una almohada de cuero, pequeña, muy bien hecha. Al tiempo que comÃa, estaban allà desviados de él cinco o seis señores ancianos, a los cuales él daba de lo que comÃa y estaba en pie uno de aquellos servidores, que le ponÃa y alzaba los manjares y pedÃa a los otros que estaban más afuera lo que era necesario para el servicio. Y al principio y fin de la comida y cena, siempre le daban agua a manos y con la toalla que una vez se limpiaba nunca se limpiaba más, ni tampoco los platos y escudillas en que le traÃan una vez el manjar se los tornaban a traer, sino siempre nuevos y asà hacÃan de los brasericos.
VestÃase todos los dÃas cuatro maneras de vestiduras, todas nuevas y nunca más se las vestÃa otra vez. Todos los señores que entraban en su casa no entraban calzados y cuando iban delante de él algunos que él enviaba a llamar, llevaban la cabeza y ojos inclinados y el cuerpo muy humillado y hablando con él no le miraban a la cara, lo cual hacÃan por mucho acatamiento y reverencia. Y sé que lo hacÃan por este respecto, porque ciertos señores reprendÃan a los españoles diciendo que cuando hablaban conmigo estaban exentos, mirándome la cara, que parecÃa desacatamiento y poca vergüenza. Cuando salÃa fuera el dicho Mutezuma, que era pocas veces, todos los que iban con él y los que topaba por las calles le volvÃan el rostro y en ninguna manera le miraban y todos los demás se postraban hasta que él pasaba. Llevaba siempre delante de sà un señor de aquellos con tres varas delgadas altas, que creo se hacÃa porque se supiese que iba allà su persona. Y cuando lo descendÃan de las anchas tomaban la una en la mano y llevábanla hasta donde iba.
Eran tantas y tan diversas las maneras y ceremonias que este señor tenÃa en su servicio, que era necesario mas espacio del que yo al presente tengo para relatarlas y aun mejor memoria para retenerlas, porque ninguno de los soldanes ni otro ningún señor infiel de los que hasta ahora se tiene noticia, no creo que tantas ni tales ceremonias en su servicio tengan.
En esta gran ciudad estuve proveyendo las cosas que parecÃa que convenÃa al servicio de vuestra sacra majestad y pacificando y atrayendo a él muchas provincias y tierras pobladas de muchas y muy grandes ciudades, villas y fortalezas y descubriendo minas y sabiendo e inquiriendo muchos secretos de las tierras del señorÃo de este Mutezuma como de otras que con él confinaban y él tenÃa noticia; que son tantas y tan maravillosas, que son casi increÃbles y todo con tanta voluntad y contentamiento del dicho Mutezuma y de todos los naturales de las dichas tierras, como si de ab initio hubieran conocido a vuestra sacra majestad por su rey y señor natural y no con menos voluntad hacÃan todas las cosas que en su real nombre les mandaba.
En las cuales dichas cosas y en otras no menos útiles al servicio de vuestra alteza, gasté de 8 de noviembre de 1519, hasta entrante el mes de mayo de este año presente, que estando en toda quietud y sosiego en esta dicha ciudad, teniendo repartidos muchos de los españoles por muchas y diversas partes, pacificando y poblando esta tierra, con mucho deseo que viniesen navÃos con la respuesta de la relación que a vuestra majestad habÃan hecho de esta tierra, para con ellos enviar las que ahora envÃo y todas las cosas de oro y joyas que en ella habÃa habido para vuestra alteza, vinieron a mà ciertos naturales de esta tierra, vasallos del dicho Mutezuma, de los que en la costa del mar moran y me dijeron cómo junto a las sierras de San MartÃn, que son junto en la dicha costa, antes del puerto o bahÃa de San Juan, habÃan llegado dieciocho navÃos y que no sabÃan quién eran, porque asà como los vieron en la mar me lo vinieron a hacer saber. Y tras de estos dichos indios vino otro natural de la isla Fernandina, el cual me trajo una carta de un español que yo tenÃa puesto en la costa para que si navÃos viniesen, les diese razón de mà y de aquella villa que allà estaba cerca de aquel puerto, porque no se perdiesen. En la cual dicha carta se contenÃa que "en tal dÃa habÃa asomado un navÃo, frontero del dicho puerto de San Juan, solo y que habÃa mirado por toda la costa de la mar cuanto su vista podÃa comprender y que no habÃa visto otro y que creÃa que era la nao que yo habÃa enviado a vuestra sacra majestad, por que ya era tiempo que viniese y que para más certificarse, él quedaba esperando que la dicha nao llegase al puerto para informarse de ella y que luego venÃa a traerme la relación".
Vista esta carta, despaché dos españoles, uno por un camino y otro por otro, porque no errasen a algún mensajero si de la nao viniese. A los cuales dije llegasen hasta el dicho puerto y supiesen cuántos navÃos eran llegados y de dónde eran y lo que traÃan y se volviesen a la más prisa que fuese posible a hacérmelo saber. Y asà mismo despaché otro a la Villa de la Veracruz a decirles lo que de aquellos navÃos habÃa sabido, para que de allá mismo se informasen y me lo hiciesen saber y otro al capitán que con los ciento cincuenta hombres enviaba a hacer el pueblo de la provincia y puerto de Quacucalco; al cual escribà que doquiera que el dicho mensajero le alcanzase, se estuviese y no pasase adelante hasta que yo segunda vez le escribiese, porque tenÃa nueva que eran llegados al puerto ciertos navÃos; el cual, según después pareció, ya cuando llegó mi carta sabÃa de la venida de los dichos navÃos y enviados estos dichos mensajeros, se pasaron quince dÃas que ninguna cosa supe, ni hube respuesta de ninguno de ellos; de que no estaba poco espantado. Y pasados estos quince dÃas, vinieron asà mismo otros indios vasallos del dicho Mutezuma, de los cuales supe que los dichos navÃos estaban ya surtos en el dicho puerto de San Juan y la gente desembarcada y traÃan por copia, que habÃa ochenta caballos y ochocientos hombres y diez o doce tiros de fuego, lo cual todo lo traÃa figurado en un papel de la tierra, para mostrarlo al dicho Mutezuma. Y dijéronme cómo el español que yo tenÃa puesto en la costa y los otros mensajeros que yo habÃa enviado, estaban con la dicha gente y que les habÃan dicho a estos indios que el capitán de aquella gente no los dejaba venir y que me lo dijesen.
Y sabido esto, acordé de enviar un religioso que yo traje en mi compañÃa, con una carta mÃa y otra de alcaldes y regidores de la Villa de la Vera Cruz, que estaban conmigo en la dicha ciudad. Las cuales iban dirigidas al capitán y gente que a aquel puerto habÃa llegado, haciéndole saber muy por extenso lo que en esta tierra me habÃa sucedido y cómo tenÃa muchas ciudades, villas y fortalezas ganadas, conquistadas, pacÃficas y sujetas al real servicio de vuestra majestad y preso, al señor principal de todas estas partes y cómo estaba en aquella gran ciudad y la cualidad de ella, el oro y joyas que para vuestra alteza tenÃa. Y cómo habÃa enviado relación de esta tierra a vuestra majestad y que les pedÃa por merced me hiciesen saber quienes eran y si eran vasallos naturales de los reinos y señorÃos de vuestra alteza, me escribiesen si venÃan a esta tierra por su real mandado o a poblar y estar en ella o si pasaban adelante o habÃan de volver atrás, o si traÃan alguna necesidad, que yo les harÃa proveer de todo lo que a mà posible fuese y que si eran de fuera de los reinos de vuestra alteza, asà mismo me hiciesen saber si traÃan alguna necesidad, porque también lo remediarla pudiendo. Donde no, le requerÃa de parte de vuestra majestad que luego se fuesen de sus tierras y no saltasen en ellas, con apercibimiento que si asà no lo hiciesen, irÃa contra ellos y con todo el poder que yo tuviese, asà de españoles como de naturales de la tierra y los prenderÃa y matarÃa como extranjeros que se querÃan entremeter en los reinos y señorÃos de mi rey y señor.
Y partido el dicho religioso con el dicho despacho, dende en cinco dÃas llegaron a la ciudad de Temixtitan veinte españoles de los que en la Villa de la Vera Cruz tenÃa; los cuales me traÃan un clérigo y otros dos legos que habÃan tomado de la dicha villa; de los cuales supe cómo el armada y gente que en el dicho puerto estaba, era de Diego Velázquez, que venÃa por capitán de ella un Pánfilo de Narváez, vecino de la isla Fernandina. Y que traÃan ochenta de a caballo y muchos tiros de pólvora y ochocientos peones; entre los cuales dijeron que habÃa ochenta escopeteros y ciento veinte ballesteros y que venÃa y se nombraba por capitán general y teniendo de gobernador de todas estas partes, por el dicho Diego Velázquez. Y que para ella traÃa provisiones de vuestra majestad y que los mensajeros que yo habÃa enviado y el hombre que en la costa tenÃa, estaban con el dicho Pánfilo de Narváez y no les dejaban venir. El cual se habÃa informado de ellos de cómo yo tenÃa poblada allà aquella villa, doce leguas del dicho puerto y de la gente que en ella estaba y asà mismo de la gente que yo enviaba a Quacucalco y cómo estaban en una provincia, treinta leguas del dicho puerto, que se dice Tuchitebeque y de todas las cosas que yo en la tierra habÃa hecho en servicio de vuestra alteza y las ciudades y villas que yo tenÃa conquistadas y pacÃficas y de aquella gran ciudad de Temixtitan y del oro y joyas que en la tierra se habÃa habido; y se habÃa informado de ellos de todas las otras cosas que me habÃan enviado el dicho Narváez a la dicha Villa de la Vera Cruz a que si pudiesen, hablasen de su parte a los que en ella estaban y los atrajesen a su pro osito y se levantasen contra mÃ. Y con ellos me trajeron más de cien cartas que el dicho Narváez y los que con él estaban enviaban a los de la dicha villa, diciendo que diesen crédito a lo que aquel clérigo y los otros que iban con él, de su parte les dijesen y prometiéndoles que si asà lo hiciesen, que por parte del dicho Diego Velázquez y de él en su nombre les serÃan hechas muchas mercedes y los que lo contrario hiciesen, habÃan de ser muy maltratados y otras muchas cosas que en las dichas cartas se contenÃan y el dicho clérigo y los que con él venÃan dijeron. Y casi junto con éstos vino un español de los que iban a Quacucalco con cartas del capitán, que era un Juan Velázquez de León, el cual me hacÃa saber cómo la gente que habÃa llegado al puerto era Pánfilo de Narváez, que venÃa en nombre de Diego Velázquez, con la gente que traÃan y me envió una carta que el dicho Narváez le habÃa enviado con un indio, como a pariente del dicho Diego Velázquez y cuñado del dicho Narváez, en que por ella le decÃa cómo de aquellos mensajeros mÃos habÃa sabido que estaba allà con aquella gente; que luego se fuese con ella a él, porque en ello harÃa lo que c*mplÃa y lo que era obligado a sus deudos y que bien creÃa que yo le tenÃa por la fuerza y otras cosas que el dicho Narváez le escribÃa.
El cual dicho capitán, como más obligado al servicio de vuestra majestad, no sólo dejó de aceptar lo que el dicho Narváez por su letra le decÃa, más aún luego se partió después de haberme enviado la carta, para venirse a juntar conmigo con toda la gente que tenÃa. Y después de haberme informado de aquel clérigo y de otros dos que con él venÃan, de muchas cosas y de la intención de los del dicho Diego Velázquez y Narváez y de cómo se habÃan movido con aquella armada y gente contra mÃ, porque yo habÃa enviado la relación y cosas de esta tierra a vuestra majestad y no al dicho Diego Velázquez. Y cómo venÃa con dañada voluntad para matarme a mà y a muchos de mi compañÃa que ya desde allá traÃan señalados y supe asà mismo cómo Figueroa, juez de residencia en la isla Española y los jueces y oficiales de vuestra alteza que en ella residen, sabido por ellos cómo el dicho Diego Velázquez hacÃa la dicha armada y la voluntad con que la hacÃa, constándoles el daño y deservicio que de su venida a vuestra majestad podÃa redundar, enviaron al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, uno de los dichos jueces, con su poder, a requerir y mandar al dicho Diego Velázquez no enviase la dicha armada; el cual vino y halló al dicho Velázquez con toda la gente armada en la punta de la dicha isla Fernandina, ya que querÃa pasar y que allà le requirió a él y a todos los que en la dicha armada venÃan, que no viniesen porque de ello vuestra alteza era muy deservido. Y sobre ello les impuso muchas penas, las cuales no obstante ni todo lo por el dicho licenciado requerido ni mandado, todavÃa habÃa enviado la dicha armada y que el dicho licenciado Ayllón estaba en el dicho puerto que habÃa venido juntamente con ella, pensando de evitar el daño que de la venida de la dicha armada se seguÃa. Porque a él y a todos era notorio el mal propósito y la voluntad con que la dicha armada venÃa.
Envié al dicho clérigo con una carta mÃa para el dicho Narváez, por la cual le decÃa cómo yo habÃa sabido del dicho clérigo y de los que con él habÃan venido, cómo él era capitán de la gente de aquella armada y que holgaba que fuese él, porque tenla otro pensamiento viendo que los mensajeros que yo habÃa enviado no venÃan; pero que pues él sabÃa que yo estaba en esta tierra en servicio de vuestra alteza, me maravillaba no me escribiese o enviase mensajero, haciéndome saber de su venida, pues sabÃa que yo habÃa de holgar con ella, asà por él ser mi amigo de mucho tiempo habÃa, como porque creÃa que él venÃa a servir a vuestra alteza, que era lo que yo más deseaba y enviar, como habÃa enviado, sobornadores y cartas de inducimiento a las personas que yo tenÃa en mi compañÃa en servicio de vuestra majestad, para que se levantasen contra mà y se pasasen a él, como si fuéramos los unos infieles y los otros cristianos o los unos vasallos de vuestra alteza y los otros sus deservidores. Y que le pedÃa por merced que de allà adelante no tuviese aquellas formas, antes me hiciese saber la causa de su venida y que me habÃan dicho que se intitulaba capitán general y teniente de gobernador por Diego Velázquez y por tal se habÃa hecho pregonar en la tierra y que habÃa hecho alcaldes y regidores y ejecutado justicia, lo cual era en mucho deservicio de vuestra alteza y contra todas sus leyes. Porque siendo esta tierra de vuestra majestad y estando poblada de sus vasallos y habiendo en ella justicia y cabildo, que no se debÃa intitular de los dichos oficios, ni usar de ellos sin ser primero a ellos recibido; puesto que para ejercerlos trajese provisiones de vuestra majestad, las cuales si traÃa, le pedÃa por merced y le requerÃa las presentase ante mà y ante el cabildo de la Vera Cruz y que de él y de mà serÃan obedecidas como cartas y provisiones de nuestro rey y senor natural y c*mplidas en cuanto al real servicio de vuestra majestad conviniese. Porque yo estaba en aquella ciudad y en ella tenÃa preso a aquel señor y tenÃa mucha suma de oro y joyas, asà de lo de vuestra alteza como de los de mi compañÃa y mÃo; lo cual yo no osaba dejar, con temor que salido yo de la dicha ciudad la gente se rebelase y perdiese tanta cantidad de oro y joyas y tal ciudad, mayormente que perdida aquélla, era perdida toda la tierra. Y asà mismo di al dicho clérigo una carta para el dicho licenciado Ayllón, el cual, según supe yo después al tiempo que el dicho clérigo llegó, habÃa prendido el dicho Narváez y enviado preso con dos navÃos.
El dÃa que el dicho clérigo se partió, me llegó un mensajero de los que estaban en la villa de la Vera Cruz, por el cual me hacÃan saber que toda la gente de los naturales de la tierra estaban levantados y hechos con el dicho Narváez, en especial los de la ciudad de Cempoal y su partido. Y que ninguno de ellos querÃa venir a servir a la dicha villa, asà en la fortaleza como en las otras cosas en que solÃan servir. Porque decÃan que Narváez les habÃa dicho que yo era malo y que me venÃa a prender a mà y a todos los de mi compañÃa y levarnos presos y dejar la tierra. Y que la gente que el dicho Narváez traÃa era mucha y la que yo tenÃa poca. Y que él traÃa muchos caballos y muchos tiros y que yo tenia pocos y que querÃan ser a viva quien vence, y que también me hacÃan saber que eran informados de los dichos indios, que el dicho Narváez se venÃa a aposentar en la dicha ciudad de Cempoal y que ya sabÃa cuán cerca estaba de aquella villa. Y que creÃan, según eran informados, del mal propósito que el dicho Narváez contra todos traÃa, que desde allà venÃa sobre ellos y teniendo de su parte los indios de la dicha ciudad. Y por tanto, me hacÃan saber que ellos dejaban la villa sola por no pelear con ellos y por evitar escándalo se subÃan a la sierra a casa de un señor vasallo de vuestra alteza y amigo nuestro y que allà pensaban estar hasta que yo les enviase a mandar lo que hiciesen.
Y como yo vi el gran daño que se comenzaba a revolver y cómo la tierra se levantaba a causa del dicho Narváez, parecióme que con ir yo donde él estaba apaciguándose mucho, porque viéndome los indios presente, no se osarÃan a levantar y también porque pensaba dar orden con el dicho Narváez, cómo tan gran mal como se comenzaba, cesase. Y asà me partà aquel mismo dÃa; dejando la fortaleza muy bien bastecida de maÃz y de agua y quinientos hombres dentro en ella y algunos tiros de pólvora. Y con la otra gente que allà tenÃa, que serÃan hasta setenta hombres, seguà mi camino con algunas personas principales de los del dicho Mutezuma. Al cual yo, antes que me partiese, hice muchos razonamientos, diciéndole que mirase que él era vasallo de vuestra majestad y que ahora habÃa de recibir mercedes de vuestra majestad por los servicios que le habÃan hecho. Y que aquellos españoles le dejaba encomendados Con todo aquel oro y joyas que él me habÃa dado y mandado dar para vuestra alteza; porque yo iba a aquella gente que allà habÃa venido, a saber que gente era, porque hasta entonces no lo habÃa sabido y creÃa que debÃa ser alguna mala gente y no vasallos de vuestra alteza. Y él me prometió de hacerlos proveer de todo lo necesario y guardar mucho todo lo que allà le dejaba puesto para vuestra majestad y que aquellos suyos que iban conmigo me llevarÃan por camino que no saliese de su tierra y me harÃan proveer en él de todo lo que hubiese menester y que me rogaba, si aquella fuese gente mala, que se lo hiciese saber, porque luego proveerÃa de mucha gente de guerra para que fuese a pelear con ellos y echarlos fuera de la tierra. Lo cual yo le agradecà y certifiqué que por ello vuestra alteza le mandarÃa hacer muchas joyas y ropas a él y a un hijo suyo y a muchos señores que estaban con él a la sazón.
Y en una ciudad que se dice Chururtecal topé a Juan Velázquez, capitán, que como he dicho, enviaba a Quacucalco, que con toda la gente se venÃa. Y sacados algunos que venÃan mal dispuestos, que envié a la ciudad con él y con los demás, seguà mi camino. Y quince leguas adelante de esta ciudad de Chururtecal, topé a aquel padre religioso de mi compañÃa, que yo habÃa enviado al puerto a saber qué gente era la de la armada que allà habÃa venido. El cual me trajo una carta del dicho Narváez, en que me decÃa que él traÃa ciertas provisiones para tener esta tierra por Diego Velázquez. Que luego fuese donde él estaba a obedecerlas y c*mplir y que él tenÃa hecha una villa, alcaldes y regidores. Y del dicho religioso supe cómo habÃan prendido al dicho licenciado Ayllón y a su escribano y alguacil y los habÃan enviado en dos navÃos. Y cómo allá le habÃan acometido con partidos para que el atrajese algunos de los de mi compañÃa y se pasasen al dicho Narváez y cómo habÃan hecho alarde delante de él y de ciertos indios que con él iban, de toda la gente, asà de pie como de caballo y soltado él artillerÃa que estaba en los navÃos y la que tenÃan en tierra, a fin de atemorizar, porque le dijeron al dicho religioso: "Mirad cómo os podéis defender de nosotros si no hacéis lo que quisiéremos". Y también me dijo cómo habÃa hallado con el dicho Narváez a un señor natural de esta tierra, vasallo del dicho Mutezuma y que le tenÃa por gobernador suyo en toda su tierra, de los puertos hacia la costa de la mar y que supo que al dicho Narváez, le habÃa hablado de parte del dicho Mutezuma y dádole ciertas joyas de oro y el dicho Narváez le habÃa dado también a él ciertas cosillas. Y que supo que habÃa despachado de allà ciertos mensajeros para el dicho Mutezuma y enviado a decirle que él le soltarÃa y que venÃa a prenderme a mà y a todos los de mi compañÃa e irse luego y dejar la tierra. Y que él no querÃa oro, sino, preso yo y los que conmigo estaban, volverse y dejar la tierra y sus naturales de ella en su libertad. Finalmente que supe que su intención era de aposesionarse en la tierra, por su autoridad, sin pedir que fuese recibido de ninguna persona y no queriendo yo ni los de mi compañÃa tenerle por capitán y justicia, en nombre del dicho Diego Velázquez, venÃa contra nosotros a tomarnos por guerra y que para ello estaba confederado con los naturales de la tierra, en especial con el dicho Mutezuma, por sus mensajeros. Y como yo viese tan manifiesto el daño y deservicio que a vuestra majestad de lo susodicho se podÃa seguir, puesto que me dijeron el gran poder que traÃa y aunque traÃa mandado de Diego Velázquez que a mà y a ciertos de los de mi compañÃa que venÃan señalados, que luego que nos pudiese haber nos ahorcase, no dejé de acercarme más a él, creyendo por bien hacerle conocer el gran deservicio que a vuestra alteza hacÃa y poderle apartar del mal propósito y dañada voluntad que traÃa y asà seguà mi camino.
A quince leguas antes de llegar a la ciudad de Cempoal, donde el dicho Narváez estaba aposentado, llegaron a mà el clérigo de ellos, que los de la Vera Cruz habÃan enviado y con quien yo al dicho Narváez y al licenciado Ayllón habÃa escrito y otro clérigo y un Andrés de Duero, vecino de la isla Fernandina, que asà mismo vino con el dicho Narváez. Los cuales en respuesta de mi carta, me dijeron de parte del dicho Narváez que yo todavÃa le fuese a obedecer y tener por capitán y le entregase la tierra. Porque de otra manera me serÃa hecho mucho daño, porque el dicho Narváez traÃa gran poder y yo tenÃa poco y demás de la mucha gente de españoles que traÃa, que los más de los naturales eran en su favor y que si yo le quisiese dar la tierra, que me darÃa de los navÃos y mantenimientos que él traÃa, los que yo quisiese y me dejarÃa ir en ellos a mà y a los que conmigo quisiesen ir, con todo lo que quisiésemos llevar, sin ponernos impedimento en cosa alguna.
Y el uno de los dichos clérigos me dijo que asà venÃa capitulado del dicho Diego Velázquez, que hiciesen conmigo el dicho partido y para ello habÃa dado su poder al dicho Narváez y a los dichos dos clérigos juntamente. Y que acerca de esto me harÃan todo el partido que yo quisiese.
Yo les respondà que no veÃa provisión de vuestra alteza por donde le debiese entregar la tierra y que si alguna traÃa que la presentase ante mà y ante el cabildo de la Villa de la Vera Cruz, según orden y costumbre de España. Y que yo estaba presto de obedecerla y c*mplir y que hasta tanto, por ningún interés ni partido harÃa lo que él decÃa; antes yo y los que conmigo estaban morirÃamos en defensa de la tierra, pues la habÃamos ganado y tenido por vuestra majestad pacÃfica y segura y por no ser traidores y desleales a nuestro rey.
Y otros muchos partidos me movieron por atreverme a su propósito y ninguno quise aceptar sin ver provisión de vuestra alteza por donde lo debiese hacer; la cual nunca me quisieron mostrar y en conclusión, estos clérigos y el dicho Andrés de Duero y yo, quedamos concertados que el dicho Narváez con diez personas y yo con otras tantas, nos viésemos con seguridad de ambas las partes y que allà me notificase las provisiones, si algunas traÃa y que yo respondiese. Y yo de mi parte envié firmado el seguro y él asà mismo me envió otro firmado de su nombre, el cual, según me pareció, no tenÃa pensamiento de guardar, antes concertó que en la visita se tuviese forma como de presto se matasen y para ello se señalaron dos de los diez que con él habÃan de venir y que los demás peleasen con los que conmigo habÃan de ir. Porque decÃan que muerto yo, era su hecho acabado como de verdad lo fuera, si Dios, que en semejantes casos remedia, no remediara con cierto aviso que de los mismos que eran en la traición, me vino, juntamente con el seguro que me enviaban, lo cual sabido, escribà una carta al dicho Narváez y otra a los Terceros, diciéndoles cómo yo habÃa sabido su mala intención y que yo no querÃa ir de aquella manera que ellos tenÃan concertado.
Y luego les envié ciertos requerimientos y mandamientos, por el cual requerÃa al dicho Narváez que si algunas provisiones de vuestra alteza traÃa, me las notificase y que hasta tanto, no se nombrase capitán ni justicia ni se entremetiese en cosa alguna de los dichos oficios, so cierta pena que para ello le impuse. Y asà mismo mandaba y mandé por el dicho mandamiento a todas las personas que con el dicho Narváez estaban, que no tuviesen ni obedeciesen al dicho Narváez por tal capitán ni justicia; antes, dentro de cierto término que en el dicho mandamiento señalé, pareciesen ante mà para que yo les dijese lo que debÃan hacer en servicio de vuestra alteza, con protestación que, lo contrario haciendo, procederÃa contra ellos como contra traidores, aleves y malos vasallos, que se rebelaban contra su rey y quieren usurpar sus tierras y señorÃos y darlas y aposesionar de ellas a quien no pertenecÃan, ni de ellos ha acción ni derecho compete. Y que para la ejecución de esto, no pareciendo ante mà ni haciendo lo contenido en el dicho mi mandamiento, irÃa contra ellos a prenderlos y cautivar, conforme a justicia. Y la respuesta que de esto hube del dicho Narváez, fue prender al escribano y a la persona que con mi poder le fueron a notificar el dicho mandamiento y tomarles ciertos indios que llevaban, los cuales estuvieron detenidos hasta que llegó otro mensajero que yo envié a saber de ellos, ante los cuales tornaron a hacer alarde de toda la gente y amenazar a ellos y a mÃ, si la tierra no les entregásemos. Y visto que por ninguna vÃa yo podÃa excusar tan gran daño y mal y que la gente naturales de la tierra se alborotaban y levantaban a más andar, encomendándome a Dios y pospuesto todo el temor del daño que se me podÃa seguir, considerando que morir en servicio de mi rey y por defender y amparar sus tierras y no dejarlas usurpar, a mà y a los de mi compañÃa se nos seguÃa harta gloria, di mi mandamiento a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, para prender al dicho Narváez y a los que se llamaban alcaldes y regidores; al cual di ochenta hombres y les mandé que fuesen con él a prenderlos y yo con otros ciento setenta, que por todos éramos doscientos cincuenta hombres, sin tiro de pólvora ni caballo, sino a pie, seguà al dicho alguacil mayor, para ayudarlo si el dicho Narváez y los otros quisiesen resistir su prisión.
Y el dÃa que el dicho alguacil mayor y yo con la gente llegamos a la ciudad de Cempoal, donde el dicho Narváez y gente estaba aposentada, luego que supo de nuestra ida, salió al campo con ochenta de caballo y quinientos peones, sin los demás que dejó en su aposento, que era la mezquita mayor de aquella ciudad, asaz fuerte y llegó casi una legua de donde yo estaba y como lo que de mi ida sabÃa era por lengua de los indios y no me halló, creyó que le burlaban y volvióse a su aposento teniendo apercibida toda su gente y puso dos espÃas casi a una legua de la dicha ciudad. Y como yo deseaba evitar todo escándalo, parecióme que serÃa el menos yo ir de noche, sin ser sentido si fuese posible e ir derecho al aposento del dicho Narváez, que yo todos los de mi compañÃa sabÃamos muy bien y prenderlo. Porque preso él, creà que no hubiera escándalo, porque los demás querÃan obedecer a la justicia, en especial que los demás de ellos venÃan por fuerza, que el dicho Diego Velázquez les hizo y por temor que no les quitase los indios que en la isla Fernandina tenÃan.
Y asà fue que el dÃa de Pascua de EspÃritu Santo, poco más de medianoche, yo di en el dicho aposento y antes topé las dichas espÃas, que el dicho Narváez tenÃa puestas y las que yo delante llevaba prendieron a la una de ellas y la otra se escapo, de quien me informé de la manera que estaban y porque la espÃa que se habÃa escapado no llegase antes que yo y diese mandado de mi venida, me di la mayor prisa que pude, aunque no pude tanta que la dicha espÃa no llegase primero casi media hora. Cuando llegué al dicho Narváez, ya todos los de su compañÃa estaban armados ensillados sus caballos y muy a punto y llevaba cada cuarto doscientos hombres. Y llegamos tan sin ruido, que cuando fuimos sentidos y ellos tocaron alarma, entraba yo por el patio de su aposento, en el cual estaba toda la gente aposentada y junta y tenÃan tomadas tres o cuatro torres que en él habÃa y todos los demás aposentos fuertes. Y en la una de las dichas torres, donde el dicho Narváez estaba aposentado, tenÃa a la escalera de ella hasta diecinueve tiros de fusilerÃa y dimos tanta prisa a subir la dicha torre, que no tuvieron lugar de poner fuego más de a un tiro, el cual quiso Dios que no salió ni hizo daño ninguno. Asà se subió la torre hasta donde el dicho Narváez tenÃa su cama, donde él y hasta cincuenta hombres que con él estaban pelearon con el dicho alguacil mayor y con los que con él subieron y puesto que muchas veces le requirieron que se diese a prisión por vuestra alteza, nunca quisieron, hasta que se les puso fuego y con él se dieron. Y en tanto que el dicho alguacil mayor prendÃa al dicho Narváez, yo con los que conmigo quedaron defendÃa la subida de la torre a la demás gente que en su socorro venÃa, e hice tomar toda la artillerÃa y me fortalecà con ella. Por manera que sin muertes de hombres, más de dos que un tiro mató, en una hora eran presos todos los que se habÃan de prender y tomadas las armas a todos los demás y ellos prometido ser obedientes a la justicia de vuestra majestad, diciendo que hasta allà habÃan sido engañados, porque les habÃan dicho que traÃan provisiones de vuestra alteza y que yo estaba alzado con la tierra y que era traidor a vuestra majestad y les habÃan hecho entender otras muchas cosas.
Y como todos conocieron la verdad y la mala intención y dañada voluntad del dicho Diego Velázquez y del dicho Narváez y como se habÃan movido con mal propósito, todos fueron muy alegres, porque asà Dios lo habÃa hecho y provisto. Porque certifico a vuestra majestad que si Dios misteriosamente esto no proveyera y la victoria fuera del dicho Narváez, fuera el mayor daño que de mucho tiempo acá en españoles tantos por tantos se ha hecho. Porque él ejecutara el propósito que traÃa y lo que por Diego Velázquez era mandado, que era ahorcarme a mà y a muchos de los de mi compañÃa , porque no hubiese quien del hecho diese razón. Y según de los indios yo me informé, tenÃan acordado que si a mà el dicho Narváez prendiese, como él les habÃa dicho, que no podrÃa ser tan sin daño suyo y de su gente, que muchos de ellos y los de mi compañÃa no muriesen. Y que entre tanto ellos matarÃan a los que yo en la ciudad dejaba, como lo acometieron y después se juntarÃan y darÃan sobre los que acá quedasen, en manera que ellos y su tierra quedasen libres y de los españoles no quedase memoria. Puede vuestra alteza ser muy cierto que si asà lo hicieran y salieran con su propósito, de hoy en veinte años no se tornara a ganar ni a pacificar la tierra, que estaba ganada y pacÃfica.
Dos dÃas después de preso el dicho Narváez, porque en aquella ciudad no se podÃa sostener tanta gente junta, mayormente que ya estaba casi destruida, porque los que con el dicho Narváez estaban en ella la habÃan robado y los vecinos de ella estaban ausentes y sus casas solas, despaché dos capitanes con cada doscientos hombres, el uno para que fuese a hacer el pueblo en el puerto de Cucicacalco, que, como a vuestra alteza he dicho, antes enviaba a hacer y el otro, a aquel rÃo que los navÃos de Francisco de Garay dijeron que habÃan visto, porque ya lo tenÃa seguro. Y asà mismo envié otros doscientos hombres a la Villa de la Vera Cruz, donde hice que los navÃos que el dicho Narváez traÃa viniesen. Y con la gente demás me quedé en la dicha ciudad para proveer lo que al servicio de vuestra majestad convenÃa. Y despaché un mensajero a la ciudad de Temixtitan y con él hice saber a los españoles que allà habÃa dejado, lo que me habÃa sucedido. El cual dicho mensajero volvió de ahà a doce dÃas y me trajo cartas del alcalde que allà habÃa quedado, en que me hacÃa saber cómo los indios les habÃan combatido la fortaleza por todas partes de ella y puéstoles fuego por muchas partes y hecho ciertas minas y que se habÃan visto en mucho trabajo y peligro y todavÃa los mataran si el dicho Mutezuma no mandara cesar la guerra; y que aún los tenÃan cercados, puesto que no los combatÃan, sin dejar salir ninguno de ellos dos pasos fuera de la fortaleza.
Y que les habÃan tomado en el combate mucha parte del bastimento que yo les habÃa dejado y que les habÃan quemado los cuatro bergantines que yo allà tenÃa y que estaban en muy extrema necesidad y que por amor de Dios los socorriese a mucha prisa. Vista la necesidad en que estos españoles estaban y que si no los socorrÃa, además de matarlos los indios y perderse todo el oro, plata y joyas que en la tierra se habÃan habido, asà de vuestra alteza como de españoles y mÃos y se perdÃa la mejor, más noble y mejor ciudad de todo lo nuevamente descubierto del mundo; y ella perdida, se perdÃa todo lo que estaba ganado, por ser la cabeza de todo y a quien todos obedecÃan. Y luego despaché mensajeros a los capitanes que habÃan enviado con la gente, haciéndoles saber lo que me habÃan escrito de la gran ciudad para que luego, donde quiera que los alcanzasen, volviesen y por el camino principal más cercano se fuesen a la provincia de Tascaltecal, donde yo con la gente estaba en mi compañÃa y con toda la artillerÃa que pude y con setenta de caballo me fui a juntar con ellos y allà juntos y hecho alarde, se hallaron los dichos setenta de caballo y quinientos peones. Y con ellos a la mayor prisa que pude me partà para la dicha ciudad y en todo el camino nunca me salió a recibir ninguna persona del dicho Mutezuma como antes lo solÃan hacer y toda la tierra estaba alborotada y casi despoblada, creyendo que los españoles que en la dicha ciudad habÃan quedado eran muertos y que toda la gente de la tierra estaba junta esperándome en algún paso o parte donde ellos pudiesen aprovechar mejor de mÃ.
Y con este temor fui al mejor recaudo que pude, hasta que llegué a la ciudad de Tescucan, que, como ya he hecho relación a vuestra majestad, está en la costa de aquella gran laguna. Allà pregunté a algunos de los naturales de ella por los españoles que en la gran ciudad habÃan quedado. Los cuales me dijeron que eran vivos y yo les dije que me trajesen una canoa, porque yo querÃa enviar un español a saberlo y que en tanto que él iba, habÃa de quedar conmigo un natural de aquella ciudad que parecÃa algo principal, porque los señores y principales de ella, de quien yo tenÃa noticia, no parecÃa ninguno. Y él mandó traer la canoa y envió ciertos indios con el español que yo enviaba y se quedó conmigo. Y estándose embarcado este español para ir a la dicha ciudad de Temixtitan, vio venir por la mar otra canoa y esperó a que llegase al puerto y en ella venÃa uno de los españoles que habÃan quedado en la dicha ciudad, de quien supe que eran vivos todos, excepto cinco o seis que los indios habÃan matado y que los demás estaban todavÃa cercados y que no los dejaban salir de la fortaleza ni los proveÃan de cosas que habÃan menester, sino por mucha copia de rescate; aunque después de mi ida habÃan sabido, lo hacÃan algo mejor con ellos y que el dicho Mutezuma decÃa que no esperaba sino que yo fuese, para que luego tornasen a andar por la ciudad como antes solÃan. Y con el dicho español me envió el dicho Mutezuma un mensajero suyo, en que me decÃa que ya creÃa que debÃa saber lo que en aquella ciudad habÃa acaecido y que él tenÃa pensamiento que por ello yo venÃa enojado y traÃa voluntad de hacerle algún daño; que me rogaba que perdiese el enojo, porque a él le habÃa pesado tanto cuanto a mà y que ninguna cosa se habÃa hecho por su voluntad y consentimiento y me envió a decir otras cosas para aplacarme la ira que él creÃa que yo traÃa por lo acaecido y que me fuese a la ciudad a aposentar, como antes estaba, porque no menos se harÃa en ella lo que yo mandase, que antes se solÃa hacer. Yo le envié a decir que no traÃa enojo ninguno de él, porque bien sabÃa su buena voluntad y que asà como él lo decÃa, lo harÃa yo.
Y otro dÃa siguiente, que fue vÃspera de San Juan Bautista, partà y dormà en el camino, a tres leguas de la dicha gran ciudad y dÃa de San Juan, después de haber oÃdo misa, partà y entré en ella casi al mediodÃa y vi poca gente por la ciudad y algunas puertas de las encrucijadas y traviesas de las calles quitadas, que no me pareció bien, aunque pensé que lo hacÃan de temor de lo que habÃan hecho y que entrando yo los asegurarÃa. Con esto me fui a la fortaleza en la cual y en aquella mezquita mayor que estaba junto a ella, se aposentó toda la gente que conmigo venÃa; y los que estaban en la fortaleza nos recibieron con tanta alegrÃa como si nuevamente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas y con mucho placer estuvimos aquel dÃa y noche creyendo que ya estaba todo pacÃfico.
Y otro dÃa después de misa enviaba un mensajero a la Villa de la Vera Cruz, por darles buenas nuevas de cómo los cristianos eran vivos y yo habÃa entrado en la ciudad y estaba segura. El cual mensajero volvió dende a media hora todo descalabrado y herido, dando voces que todos los indios de la ciudad venÃan de guerra y que tenÃan todas las puentes alzadas y junto tras él da sobre nosotros tanta multitud de gente por todas partes, que ni las calles ni azoteas se parecÃan con la gente; la cual venÃa con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar y eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro de la fortaleza, que no parecÃa sino que el cielo las llovÃa y las flechas y tiraderas eran tantas, que todas las paredes y patios estaban llenos, que casi no podÃamos andar con ellas. Y yo salà fuera a ellos por dos o tres partes y pelearon con nosotros muy reciamente, aunque por la una parte un capitán salió con doscientos hombres y antes que se pudiese recoger le mataron cuatro e hirieron a él y a muchos de los otros; y por la parte que yo andaba, me hirieron a mà y a muchos de los españoles. Y nosotros matamos pocos de ellos, porque se nos acogÃan de la otra parte de las puentes y de las azoteas y terrados nos hacÃan daño con piedras, de las cuales azoteas ganamos algunas y quemamos. Pero eran tantas, tan fuertes, de tanta gente pobladas y tan bastecidas piedras y otros géneros de armas, que no bastábamos Para tomarlas todas, ni defender, que ellos no nos ofendiesen a su placer.
En la fortaleza daban tan recto combate, que por muchas partes nos pusieron fuego y por la una se quemó mucha parte de ella, sin poderlo remediar, hasta que la atajamos cortando las paredes y derrocando un pedazo, que mató el fuego. Y si no fuera por la mucha guarda que allà puse de escopeteros y ballesteros y otros tiros de pólvora, nos entraran a escala vista sin poderlos resistir. Asà estuvimos peleando todo aquel dÃa, hasta que fue la noche bien cerrada y aún en ella no nos dejaron sin grita y rebato hasta el dÃa. Aquella noche hice reparar los portillos de aquello quemado y todo lo demás que me pareció que en la fortaleza habÃa flaco y concerté las estancias y gente que en ellas habÃa de estar y la que otro dÃa habÃamos de salir a pelear fuera e hice curar los heridos, que eran más de ochenta.
Y luego que fue de dÃa, ya la gente de los enemigos nos comenzaba a combatir muy más reciamente que el dÃa pasado, porque estaba tanta cantidad de ellos, que los artilleros no tenÃan necesidad de punterÃa, sino asestar en los escuadrones de los indios. Y puesto que la artillerÃa hacÃa mucho daño, porque jugaban trece arcabuceros, sin las escopetas y ballestas, hacÃan tan poca mella que ni se parecÃa que no lo sentÃan, porque por donde llevaba el tiro diez o doce hombres se cerraba luego de gente, que no parecÃa que hacÃa daño ninguno. Y dejado en la fortaleza el recaudo que convenÃa y se podÃa dejar, yo torné a salir y les gané algunas de las puentes y quemé algunas casas y matamos muchos en ellas que las defendÃan y eran tantos, que aunque más daño se hiciera hacÃamos muy poquita mella y a nosotros convenÃa pelear todo el dÃa y ellos peleaban por horas, que se remudaban y aún les sobraba gente.
También hirieron aquel dÃa otros cincuenta o sesenta españoles, aunque no murió ninguno y peleamos hasta que fue de noche, que de cansados nos retrajimos a la fortaleza. Y viendo el gran daño que los enemigos nos hacÃan y cómo nos herÃan y mataban a su salvo y que puesto que nosotros hacÃamos daño en ellos, por ser tantos no se parecÃa, toda aquella noche y otro dÃa gastamos en hacer tres ingenios de madera y cada uno llevaba veinte hombres, los cuales iban dentro porque con las piedras que nos tiraban desde las azoteas no los pudiesen ofender, porque iban los ingenios cubiertos de tablas y los que iban dentro eran ballesteros y escopeteros y los demás llevaban picos, azadones y varas de hierro para horadarles las casas y derrocar las albarradas que tenÃan hechas en las calles. Y en tanto que estos artificios se hacÃan, no cesaba el combate de los contrarios, en tanta manera, que como salÃamos fuera de la fortaleza se querÃan ellos entrar dentro, a los cuales resistimos con harto trabajo.
Y el dicho Mutezuma, que todavÃa estaba preso y un hijo suyo, con otros muchos señores que al principio se habÃan tomado, dijo que le sacasen las azoteas de la fortaleza y que él hablarÃa a los capitanes de aquella gente y les harÃan que cesase la guerra. Y yo le hice sacar y en llegando a un pretil que salÃa fuera de la fortaleza, queriendo hablar a la gente que por allà combatÃa, le dieron una pedrada los suyos en la cabeza, tan grande, que de allà a tres dÃas murió y yo le hice sacar asà muerto a dos indios que estaban presos y a cuestas lo llevaron a la gente y no sé lo que de él hicieron, salvo que no por eso cesó la guerra y muy mas recia y muy cruda de cada dÃa.
Y este dÃa llamaron por aquella parte por donde habÃan herido al dicho Mutezuma, diciendo que me allegase yo allÃ, que me querÃan hablar ciertos capitanes y asà lo hice y pasamos entre ellos y mà muchas razones, rogándoles que no peleasen conmigo pues ninguna razón para ello tenÃan y que mirasen las buenas obras que de mà habÃan recibido y cómo habÃan sido muy bien tratados de mÃ. La respuesta suya era que me fuese y que les dejase la tierra y que luego dejarÃan la guerra y que de otra manera, que creyese que habÃan de morir todos o dar fin con nosotros. Lo cual, según pareció, hacÃan porque yo me saliese de la fortaleza para tomarme a su placer al salir de la ciudad entre las puentes. Yo les respondà que no pensasen que les rogaba con la paz por temor que les tenÃa, sino porque me pasaba del daño que les hacÃa y del que habÃa de hacer y por no destruir tan buena ciudad como aquella era; y todavÃa respondÃan que no cesarÃan de darme guerra hasta que saliese de la ciudad. Después de acabados aquellos ingenios, luego otro dÃa salà para ganarles ciertas azoteas y puentes y yendo los ingenios delante y tras ellos cuatro tiros de fuego y otra mucha gente de ballesteros y rodeleros y más de tres mil indios de los naturales de Tascaltecal, que habÃan venido conmigo y servÃan a los españoles; y llegados a una puente, pusimos los ingenios arrimados a las paredes de unas azoteas y ciertas escaleras que llevábamos para subirlas y era tanta la gente que estaba en defensa de la dicha puente y azoteas y tantas las piedras que de arriba tiraban y tan grandes, que nos desconcertaron los ingenios y nos mataron un español e hirieron otros muchos, sin poderles ganar ni aún un paso, aunque pugnábamos mucho por ello, porque peleamos desde la mañana hasta mediodÃa, que nos volvimos con harta tristeza a la fortaleza, de donde cobraron tanto ánimo que casi a las puertas nos llegaban.
Y tomaron aquella mezquita grande y en la torre más alta y más principal de ella se subieron hasta quinientos indios, que, según me pareció, eran personas principales. Y en ella subieron mucho mantenimiento de pan y agua y otras cosas de comer y muchas piedras y todos los demás tenÃan lanzas muy largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nuestras y no menos agudos y de allà hacÃan mucho daño a la gente de la fortaleza porque estaba muy cerca de ella. La cual dicha torre combatieron los españoles dos o tres veces y la acometieron a subir y como era muy alta y tenÃa la subida agra porque tiene ciento y tantos escalones y los de arriba estaban bien pertrechados de piedras y otras armas y favorecidos a causa de no haberles podido ganar las otras azoteas, ninguna vez los españoles comenzaban a subir que no volvÃan rodando y herÃan mucha gente y los que de las otras partes los veÃan, cobraban tanto ánimo que se nos venÃan hasta la fortaleza sin ningún temor.
Y yo, viendo que si aquéllos salÃan con tener aquella torre, demás de hacernos de ella mucho daño, cobraban esfuerzo para ofendernos, salà fuera de la fortaleza, aunque manco de la mano izquierda de una herida que el primer dÃa me habÃan dado y liada la rodela en el brazo fui a la torre con algunos españoles que me siguieron e hÃcela cercar toda por bajo, porque se podÃa muy bien hacer, aunque los sacerdotes no estaban de balde que por todas partes peleaban con los contrarios, de los cuales, por favorecer a los suyos, se recrecieron muchos y yo comencé a subir por la escalera de la dicha torre y tras mà ciertos españoles. Y puesto que nos defendÃan la subida muy reciamente y tanto, que derrocaron tres o cuatro españoles, con ayuda de Dios y de su gloriosa Madre, por cuya casa aquella torre se habÃa señalado y puesto en ella su imagen, les subimos la dicha torre y arriba peleamos con ellos tanto, que les fue forzado saltar de ella abajo a unas azoteas que tenÃa alrededor, tan anchas como un paso. Y de éstas tenÃa la dicha torre tres o cuatro, tan altas la una de la otra como tres estados y algunos cayeron abajo del todo, que demás del daño que recibÃan de la caÃda, los españoles que estaban abajo alrededor de la torre los mataban. Y los que en aquellas azoteas quedaron pelearon desde allà tan reciamente, que estuvimos más de tres horas en acabarlos de matar; por manera que murieron todos, que ninguno escapó y crea vuestra sacra majestad que fue tanto ganarles esta torre, que si Dios no les quebrara las alas, bastaban veinte de ellos para resistir la subida a mil hombres. Como quiera que pelearon muy valientemente hasta que murieron e hice poner fuego a la torre y a las otras que en la mezquita habÃa, los cuales habÃan ya quitado y llevado las imágenes que en ellas tenÃamos.
Algo perdieron del orgullo con haberles tomado esta fuerza y tanto, que por todas partes aflojaron en mucha manera y luego torné a aquella azotea y hablé a los capitanes que antes habÃan hablado conmigo, que estaban algo desmayados por lo que habÃan visto. Los cuales luego llegaron y les dije que mirasen que no se podÃan amparar y que les hacÃamos de cada dÃa mucho daño y que morÃan muchos de ellos y quemábamos y destruÃamos su ciudad y que no habÃa de parar hasta no dejar de ella ni de ellos cosa alguna. Los cuales me respondieron que bien veÃan que recibÃan de nosotros mucho daño y que morÃan muchos de ellos, pero que ellos estaban ya determinados de morir todos por acabarnos y que mirase yo por todas aquellas calles, plazas y azoteas cuán llenas de gente estaban. Y que tenÃan hecha cuenta que, al morir veinticinco mil de ellos y uno de los nuestros, nos acabarÃamos nosotros primero porque éramos pocos y ellos muchos y que me hacÃan saber que todas las calzadas de las entradas de la ciudad eran deshechas, como de hecho pasaba, que todas las habÃan deshecho excepto una y que ninguna parte tenÃamos por do salir sino por el agua y que bien sabÃan que tenÃamos pocos mantenimientos y poca agua dulce, que no podÃamos durar mucho, que de hambre no nos muriésemos aunque ellos no nos matasen.
Y de verdad que ellos tenÃan mucha razón; que aunque no tuviéramos otra guerra sino el hambre y necesidad de mantenimientos, bastaba para morir todos en breve tiempo. Y pasamos otras muchas razones, favoreciendo cada uno sus partidos. Ya que fue de noche, salà con ciertos españoles y como los tomé descuidados, ganámosles una calle donde les quemamos más de trescientas casas y luego volvà por otra, ya que allà acudÃa la gente y asà mismo quemé muchas casas de ella, en especial ciertas azoteas que estaban junto a la fortaleza, de donde nos hacÃan mucho daño y con lo que aquella noche se les hizo recibieron mucho temor y en esta misma noche hice tornar y aderezar los ingenios que el dÃa antes nos habÃan desconcertado.
Y por seguir la victoria que Dios nos daba, salà en amaneciendo por aquella calle donde el dÃa antes nos habÃan desbaratado, donde no menos defensa hallamos que el primero; pero como nos iban las vidas y la honra, porque por aquella calle estaba sana la calzada que iba hasta la tierra firme, aunque hasta llegar a ella habÃa ocho puentes muy grandes y muy hondas y toda la calle de muchas y altas azoteas y torres, pusimos tanta determinación y ánimo que, ayudándonos Nuestro Señor, les ganamos aquel dÃa las cuatro y se quemaron todas las azoteas, casas y torres que habÃa hasta la postrera de ellas. Aunque por lo de la noche pasada tenÃan en todas las puentes hechas muchas y muy fuertes albarradas de adobes y barro, en manera que los tiros y ballestas no les podÃan hacer daño. Las cuales dichas cuatro puentes cegamos con los adobes y tierra de las albarradas y con mucha piedra y madera de las casas quemadas y aunque todo no fue tan sin peligro que no hiriesen muchos españoles. Aquella noche puse mucho recaudo en guardar aquellas puentes porque no las tornasen a ganar y otro dÃa de mañana torné a salir y Dios nos dio asà mismo tan buena dicha y victoria, aunque era innumerable gente la que defendÃa las puentes, albarradas y ojos que aquella noche nos habÃan hecho, se las ganamos todas y las cegamos.
Asimismo fueron ciertos de caballo siguiendo el alcance y victoria, hasta la tierra firme y estando yo reparando aquellas puentes y haciéndolas cegar, viniéronme a llamar a mucha prisa diciendo que los indios combatÃan la fortaleza y pedÃan paces y me estaban esperando allà ciertos señores capitanes de ellos. Y dejando allà toda la gente y ciertos tiros, me fui solo con dos de caballo a ver lo que aquellos principales querÃan, los cuales me dijeron que si yo les aseguraba que por el hecho no serÃan punidos, que ellos harÃan alzar el cerco y tornar a poner las puentes y hacer las calzadas y servirÃan a vuestra majestad como antes lo hacÃan. Y rogáronme que hiciese traer allà uno como religioso de los suyos que yo tenÃa preso, el cual era como general de aquella religión. El cual vino y les habló y dio concierto entre ellos y mà y luego pareció que enviaban mensajeros, según ellos dijeron, a los capitanes y a la gente que tenÃan en las estancias, a decir que cesase el combate que daban a la fortaleza y toda la otra guerra. Con esto nos despedimos y yo me metà en la fortaleza a comer y en comenzando vinieron a mucha prisa a decirme que los indios habÃan tornado a ganar las puentes que aquel dÃa les habÃamos ganado y que habÃan muerto ciertos españoles de que Dios sabe cuanta alteración recibÃ, porque yo pensé que habÃa más que hacer con tener ganada la salida y cabalgué a la mayor prisa que pude y corrà por toda la calle adelante con alguna parte, torné a romper por los dichos indios y les torné a ganar las puentes y fui en alcance de ellos hasta la tierra firme.
Y como los peones estaban cansados, heridos y atemorizados y vi al presente el grandÃsimo peligro, ninguno me siguió. A cuya causa, después de pasadas yo las puentes, ya que me quise volver, las hallé tomadas y ahondadas mucho, más de lo que habÃamos cegado. Y por la una parte y por la otra parte de toda la calzada, llena de gente, asà en la tierra como en el agua, en canoas; la cual nos garrochaba y apedreaba en tanta manera que si Dios misteriosamente no nos quisiera salvar, era imposible escapar de allà y aun ya era público entre los que quedaban en la ciudad, que yo era muerto. Y cuando llegué a la postrera puente de hacia la ciudad, hallé a todos los de caballo que conmigo iban, caÃdos en ella y un caballo suelto. Por manera que yo no pude pasar y me fue forzado de revolver solo contra mis enemigos y con aquello hice algún tanto de lugar para que los caballos pudiesen pasar y yo hallé la puente desembarazada y pasé, aunque con harto trabajo, porque habÃa de la una parte a la otra casi un estado de saltar con el caballo, lo cual por ir yo y él bien armados no nos hirieron, más de atormentar el cuerpo.
Y asà quedaron aquella noche con la victoria y ganadas las dichas cuatro puentes y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada dÃa nos hacÃan y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras y deshecha era forzado morir todos y porque de todos los de mi compañÃa fui requerido muchas veces que me saliese y porque todos los más estaban heridos y tan mal que no podÃan pelear, acordé de hacerlo aquella noche y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podÃan sacar y púselo en una sala y allà lo entregué con ciertos lÃos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenÃa señalados y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allà estaba, les rogué y requerà que me ayudasen a sacarlo y salvarlo y di una yegua mÃa para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podÃa llevar y señalé ciertos españoles, asà criados mÃos como de los otros, que viniesen con el dicho oro y yegua y lo demás los dichos oficiales, alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.
Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza asà de vuestra alteza como de los españoles y mÃa, me salà lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Mutezuma y al otro su hermano que yo habÃa puesto en su lugar y a otros señores de provincias y ciudades que allà tenÃa presos. Y llegando a las puentes que los indios tenÃan quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traÃa hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese, excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros, combatiéndonos por todas partes, asà desde el agua como de la tierra y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezagada donde hallé que peleaban reciamente y que era sin comparación el daño que los nuestros recibÃan, asà los españoles, como los indios de Tascaltecal que con nosotros estaban y asà a todos los mataron y muchas naturales de los españoles; y asà mismo habÃan muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro, joyas, ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillerÃa.
Recogidos los que estaban vivos, los eché adelante y yo con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuanto trabajo y peligro recibÃ; porque todas las veces que volvÃa sobre los contrarios salÃa lleno de flechas viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herÃan a su salvo sin temor. A los que salÃan a tierra, luego volvÃamos sobre ellos y saltaban al agua, asà que recibÃan muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caÃan y aquellos morÃan. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin matarme ni herirme ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga y no menos peleaban asà en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venÃa la gente de la gran ciudad.
Y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolinada en una plaza, que no sabÃan dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas, porque nos harÃan de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabÃan por dónde habÃan de salir y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta sacarlos fuera de la dicha ciudad y esperé en unas labranzas y cuando llegó la rezaga supe que habÃan recibido algún daño y que habÃan muerto algunos españoles e indios y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogÃan y allà estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partà de allà ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allà se recibió, porque ya no habÃa caballo de veinticuatro que nos habÃan quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él y allà nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin dejarnos descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servÃan a los españoles entre los cuales mataron al hijo e hijas de Mutezuma y a todos los otros señores que traÃamos presos.
Y aquella noche, a medianoche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde Ãbamos, más de que un indio de los de Tascaltecal nos guiaba diciendo que él nos sacarÃa a su tierra si el camino no nos impedÃan. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy prestos apellidaron muchas poblaciones que habÃa a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el dÃa, que ya que amanecÃa, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.
Y porque vi que de todas partes se recrecÃa la gente de los contrarios, concerté allà la de los nuestros y de la que habÃa sana para algo, hice escuadrones y puse en delantera, rezaga, lados y en medio, los heridos y asà mismo repartà los de caballo y asà fuimos todo aquel dÃa peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y dÃa no anduvimos más de tres leguas y quiso Nuestro señor que ya que la noche sobrevenÃa, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asà mismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto rebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguÃa al alcance. Otro dÃa me partà a una hora del dÃa por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo y siempre nos seguÃan de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetÃamos y hacÃamos poco daño en ellos, porque como por allà era la tierra algo fragosa, se nos acogÃan a los cerros y de esta manera fuimos aquel dÃa por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo y como llegamos lo desampararon y se fueron a otras poblaciones que estaban por allà a la redonda.
Y allà estuve aquel dÃa y otro, porque la gente, asà heridos como los sanos, venÃan muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asà mismo traÃamos bien cansados y porque allà hallamos algún maÃz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro dÃa partimos y siempre acompañados de gente de los contrarios y por la delantera y rezaga nos acometÃan gritando y haciendo algunas arremetidas y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltecal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenÃa ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde habÃa unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.
Y otro dÃa, luego por la mañana, comenzamos a andar y aun no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguÃa por la rezaga y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allà y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño y creyendo de tomarlos, porque estaban muy cerca del camino y también por descubrir si habÃa más gente de la que parecÃa, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que, por ser la tierra donde estaba, algo áspera de piedras y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban y de allà salà yo muy mal herido en la cabeza de dos pedradas. Y después de haberme atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros y asà caminando, siguiéndonos todavÃa los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos y nos mataron un caballo, que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no tenÃamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traÃamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maÃz tostado y cocido y esto no todas veces ni abasto y yerbas que cogÃamos del campo.
Y viendo que de cada dÃa sobrevenÃa más gente y más recia y nosotros Ãbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otras maneras de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el EspÃritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro dÃa siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podÃan ver, habÃa de ellos vacÃa. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocÃamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros y cierto creÃamos ser aquel el último de nuestros dÃas, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como Ãbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podÃan pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del dÃa, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.
Asà fuimos algo más descansados, aunque todavÃa mordiéndonos, hasta una casa pequeña que estaba en el llano, adonde por aquella noche nos aposentamos y en el campo y ya desde allà se parecÃan ciertas sierras de la provincia de Tascaltecal, de que no poca alegrÃa allegó a nuestro corazón, porque ya conocÃamos la tierra y sabÃamos por dónde habÃamos de ir, aunque no estábamos muy satisfechos de hallar los naturales de la dicha provincia seguros y por nuestros amigos, porque creÃamos que viéndonos ir tan desbaratados quisieran ellos dar fin a nuestras vidas, por cobrar la libertad que antes tenÃan. El cual pensamiento y sospecha nos puso en tanta aflicción cuanta traÃamos viniendo peleando con los de Culúa.
El dÃa siguiente, siendo ya claro, comenzamos a andar por un camino muy llano que iba derecho a la dicha provincia de Tascaltecal, por el cual nos siguió muy poca gente de los contrarios, aunque habÃa muy cerca de él muchas gentes y grandes poblaciones, puesto que de algunos cerrillos y en la rezaga, aunque lejos, todavÃa nos gritaban. Y asà salimos este dÃa, que fue domingo a 8 de julio, de toda la tierra de Culúa y llegamos a tierra e la dicha provincia de Tascaltecal, a un pueblo de ella que se dice Gualipán de hasta tres o cuatro mil vecinos, donde de los naturales de él fuimos muy bien recibidos y reparados en algo de la gran hambre y cansancio que traÃamos, aunque muchas de las provisiones que nos daban eran por nuestros dineros y aunque no querÃan otro sino de oro y éramos forzados a dárselo por la mucha necesidad en que nos veÃamos. En este pueblo estuve tres dÃas, donde me vinieron a ver y hablar Magiscacin y Singutecal y todos los señores de la dicha provincia y algunos de la de Guasucingo, los cuales mostraron mucha pena por lo que nos habÃa acaecido y trabajaron de consolarme diciéndome que muchas veces ellos me habÃan dicho que los de Culúa eran traidores y que me guardase de ellos y que no lo habÃa querido creer; pero que pues yo habÃa escapado vivo, que me alegrase, que ellos me ayudarÃan hasta morir para satisfacerme el daño que aquéllos me habÃan hecho, porque, demás de obligarles a ello ser vasallos de vuestra alteza, se dolÃan de muchos hijos y hermanos que en mi compañÃa les habÃan muerto y de otras muchas injurias que los tiempos pasados de ellos habÃan recibido. Y que tuviese por cierto que me serÃan muy ciertos y verdaderos amigos hasta la muerte y que pues yo venÃa herido y todos los demás de mi compañÃa estaban muy trabajados, que nos fuésemos a la ciudad, que está cuatro leguas de este pueblo y que allà descansarÃamos y nos curarÃan y repararÃan de nuestros trabajos y cansancio. Yo se lo agradecà y acepté su ruego y les di algunas pocas cosas de joyas que se habÃan escapado, de que fueron muy contentos. Y me fui con ellos a la dicha ciudad, donde asà mismo hallamos buen recibimiento y Magiscacin me trajo una cama de madera encasada, con alguna ropa de la que ellos tienen, en que durmiese, Porque ninguna trajimos y a todos hizo reparar de lo que él tuvo y pudo.
Aquà en esta ciudad habÃa dejado ciertos enfermos cuando pase a la de Temixtitan y ciertos criados mÃos con plata y ropas mÃas y otras cosas de casa y provisiones que yo llevaba, por ir más desocupado si algo se nos ofreciese y se perdieron todas las escrituras y autos que yo habÃa hecho con los naturales de estas partes y quedando asà mismo toda la ropa de los españoles que conmigo iban sin llevar otra cosa más de lo que llevaban vestido y con sus capas. Y supe cómo habÃa venido otro criado mÃo de la Villa de la Vera Cruz, que traÃa mantenimientos y cosas para mà y con él cinco de caballo y cuarenta y cinco peones. El cual habÃa llevado asà mismo consigo a los otros que yo allà habÃa dejado con toda la plata y ropa y otras cosas, asà mÃas como de mis compañeros, con siete mil pesos de oro fundido que yo habÃa dejado allà en dos cofres, sin otras joyas y más otros catorce mil pesos de oro en piezas que en la provincia de Tuchitebeque se habÃan dado a aquel capitán que yo enviaba a hacer el pueblo, de Cuacuacalco y otras muchas cosas, que valÃan más de treinta mil pesos de oro y que los indios de Culúa los habÃan matado en el camino a todos y tomando lo que llevaban y asà mismo supe que habÃan muerto otros muchos españoles Por los caminos, los cuales iban a la dicha ciudad de Temixtitan, creyendo que yo estaba en ella pacÃfico y que los caminos estaban, como yo antes los tenÃa, seguros.
De que certifico a vuestra majestad que hubimos todos tanta tristeza que no pudo ser más; porque allende de la pérdida de estos españoles y de los demás que se perdió, fue renovarnos las muertes y pérdidas de los españoles que en la ciudad y puentes de ella y en el camino nos habÃan muerto; en especial que me puso en mucha sospecha que asà mismo hubiesen dado en los de la villa de la Vera Cruz y que los que tuviésemos por amigos, sabiendo nuestro desbarato se hubiesen rebelado. Y luego despaché, para saber la verdad, ciertos mensajeros, con algunos indios que los guiaron; a los cuales les mandé que fuesen fuera de camino hasta llegar a la dicha villa y que muy brevemente me hicieren saber lo que allá pasaba. Quiso Nuestro señor que a los españoles hallaron muy buenos y a los naturales de la tierra muy seguros. Lo cual sabido, fue harto reparo de nuestra pérdida y tristeza; aun para ellos fue muy mala nueva saber nuestro suceso y desbarato.
En esta provincia de Tascaltecal estuve veinte dÃas curándome de las heridas que traÃa, porque con el camino y mala cura se me habÃa empeorado mucho, en especial las de la cabeza y haciendo curar asà mismo a los de mi compañÃa que estaban heridos. Algunos murieron, asà de las heridas como del trabajo pasado y otros quedaron mancos y cojos, porque traÃan muy malas heridas y para curarse habÃa muy poco refrigerio y yo asà mismo quedé manco de dos dedos de la mano izquierda.
Viendo los de mi compañÃa que eran muertos muchos y que los que restaban quedaban flacos, heridos y atemorizados de los peligros y trabajos en que se habÃan visto y temiendo los por venir, que estaban a razon muy cercanos, fui por muchas veces requerido que me fuese a la Villa de la Vera Cruz y que allà nos harÃamos fuertes antes que los naturales de la tierra, que tenÃamos por amigos, viendo nuestro desbarato y pocas fuerzas se confederasen con los enemigos y nos tomasen los puertos que habÃamos de pasar y diesen en nosotros por una parte y por otra en los de la Villa de la Vera Cruz y que estando todos juntos y allà los navÃos, estarÃamos más fuertes y nos podrÃamos mejor defender, puesto que nos acometiesen, hasta tanto que enviásemos por socorro a las islas.
Y yo, viendo que mostrar a los naturales poco ánimo, en especial a nuestros amigos, era causa de más aÃna dejarnos y ser contra nosotros, acordándome que siempre a los osados ayuda la fortuna y que éramos cristianos y confiando en la grandÃsima bondad y misericordia de Dios, que no permitirÃa que del todo pareciésemos y se perdiese tanta y tan noble tierra como para vuestra majestad estaba pacÃfica y en punto de pacificarse, ni se dejase de hacer tan gran servicio como se hacÃa en continuar la guerra, por cuya causa se habÃa de seguir la pacificación de la tierra como antes estaba, acordé y me determiné de por ninguna manera bajar los puertos hacia la mar; antes pospuesto todo trabajo y peligro que se nos pudiesen ofrecer, les dije que yo no habÃa de desamparar esta tierra, porque en ello me parecÃa que, demás de ser vergonzoso a mi persona y a todos muy peligroso, a vuestra majestad hacÃamos muy gran traición. Y que antes me determinaba de por todas las partes que pudiese, volver contra los enemigos y ofenderlos por cuantas vÃas a mà fuese posible.
Y habiendo estado en esta provincia veinte dÃas, aunque ni yo estaba muy sano de mis heridas y los de mi compañÃa todavÃa bien flacos, salà de ella para otra que se dice Tepeaca, que era de la liga y consorcio de los de Culúa, nuestros enemigos; de donde estaba informado que habÃan muerto diez o doce españoles que venÃan de la Vera Cruz a la gran ciudad, porque por allà es el camino. La cual provincia de Tepeaca confina y parte términos con la de Tascaltecal y Churultecal, porque es muy gran provincia. Y en entrando por tierra de la dicha provincia, salió mucha gente de los naturales de ella a pelear con nosotros y pelearon y nos defendieron a la entrada cuanto a ellos fue posible, poniéndose en los pasos fuertes y peligrosos. Y por no dar cuenta de todas las particularidades que nos acaecieron en esta guerra, que serÃa prolijidad, no diré sino que, después de hechos los requerimientos para que viniesen a obedecer los mandamientos que de parte de vuestra majestad se les hacÃan acerca de la paz, no los quisieron c*mplir y les hicimos la guerra y pelearon muchas veces con nosotros y con la ayuda de Dios y de la real ventura de vuestra alteza siempre los desbaratamos y matamos muchos, sin que en toda la dicha guerra me matasen ni hiriesen ni un español.
Y aunque, como he dicho, esta dicha provincia es muy grande, en obra de veinte dÃas hube pacÃficas muchas villas y poblaciones a ella sujetas y los señores y principales de ellas han venido a ofrecerse y dar por vasallos de vuestra majestad y demás de esto, he echado de todas ellas muchos de los de Culúa que habÃan venido de esta dicha provincia a favorecer a los naturales de ella para hacernos guerra y aun estorbarles que por fuerza ni grado no fuesen nuestros amigos. Por manera que hasta ahora he tenido en qué entender en esta guerra y aun todavÃa no es acabada, porque me quedan algunas villas y poblaciones que pacificar, las cuales, con ayuda de Nuestro Señor, presto estarán, como estas otras, sujetas al real dominio de vuestra majestad.
En cierta parte de esta provincia, que es donde mataron aquellos diez españoles, porque los naturales de allà siempre estuvieron muy de guerra y muy rebeldes y por fuerza de armas se tomaron, hice ciertos esclavos, de que se dio el quinto a los oficiales de vuestra majestad; porque, demás de haber muerto a los dichos españoles y rebeládose contra el servicio de vuestra alteza, comen todos carne humana, por cuya notoriedad no envÃo a vuestra majestad probanza de ello. Y también me movió a hacer los dichos esclavos por poner algún espanto a los de Culúa y porque también hay tanta gente, que si no se hiciese grande el castigo y cruel en ellos, nunca se enmendarÃan jamás. En esta guerra nos anduvimos con ayuda de los naturales de la provincia de Tascaltecal y Churultecal y Guasucingo, donde han bien confirmado la amistad con nosotros y tenemos mucho concepto que servirán siempre como leales vasallos de vuestra alteza.
Estando en esta provincia de Tepeaca haciendo esta guerra, recibà cartas de la Vera Cruz, por las cuales me hacÃan saber cómo allà al puerto de ella habÃan llegado doce navÃos de los de Francisco de Garay, desbaratados; que según parece, él habÃa tornado a enviar con más gente a aquel rÃo grande de que yo hice relación a vuestra alteza y que los naturales de ella habÃan peleado con ellos y les habÃan matado diecisiete o dieciocho cristianos y herido otros muchos. asà mismo les habÃan matado siete caballos y que los españoles que quedaron se habÃan entrado a nado en los navÃos y se habÃan escapado por buenos pies; que el capitán y todos ellos venÃan muy perdidos y heridos y que el teniente que yo habÃa dejado en la villa los habÃa recibido muy bien y hecho curar. Y porque mejor pudiesen convalecer, habÃan enviado cierta parte de los dichos españoles a tierra de un señor nuestro amigo, que está cerca de allÃ, donde eran bien provistos.
De lo cual todo nos pesó tanto como de nuestros trabajos pasados y por ventura no les acaeciera este desbarato si la otra vez ellos Vinieran a mÃ, como ya he hecho relación a vuestra alteza; porque como yo estaba muy y informado de las codas de estas partes, pudieran haber de mà tal aviso por donde no les acaeciera lo que les acaeció; especialmente que el señor de aquel rÃo y tierra, que se dice Pánuco, se habÃa dado por vasallo de vuestra sacra majestad, en cuyo reconocimiento me habÃa enviado a la ciudad de Temixtitan, con sus mensajeros, ciertas cosas, como ya he dicho. Yo he escrito a la dicha villa que si el capitán del dicho Francisco de Garay y su gente se quisiesen ir, les den favor y los ayuden para despacharse ellos y sus navÃos.
Después de haber pacificado lo que toda esta provincia de Tepeaca se pacificó y sujetó al real servicio de vuestra alteza, los oficiales de vuestra majestad y yo platicamos muchas veces la orden que se debÃa de tener en la seguridad de esta provincia.
Y viendo cómo los naturales de ella, habiéndose dado por vasallos de vuestra alteza, se habÃan rebelado y muerto por españoles y cómo están en el camino y paso por donde la contratación de todos los puertos de la mar es para la tierra adentro y considerando que si esta dicha provincia se dejase sola, como de antes, los naturales de la tierra y señorÃo de Culúa, que están cerca de ellos, los tornarÃan a inducir y atraer a que otra vez se levantasen y rebelasen, de donde se seguirÃa mucho daño e impedimento a la pacificación de estas partes y al servicio de vuestra alteza y cesarÃa la dicha contratación, mayormente que para el camino de la costa de la mar no hay más que dos puertos muy agros y ásperos, que confinan con esta provincia y los naturales de ella los podrÃan defender con poco trabajo suyo y asà por esto como por otras razones y causas muy convenientes, nos pareció que para evitar lo ya dicho se debÃa de hacer en esta dicha provincia de Tepeaca una villa en la mejor parte de ella, adonde concurriesen las calidades necesarias para los pobladores de ella.
Y poniéndolo en efecto, yo, en nombre de vuestra majestad, puse su nombre a la dicha villa, Segura de la Frontera y nombré alcaldes y regidores y otros oficiales, conforme a lo que se acostumbra. Y por más seguridad de los vecinos de esta villa, en el lugar donde señalé se ha comenzado a traer materiales para hacer la fortaleza porque aquà los hay buenos y se dará en ella toda la prisa que sea más posible.
Estando escribiendo esta relación vinieron a mà ciertos mensajeros del señor de una ciudad que está cinco leguas de esta provincia, que se llama Guacachula y es a la entrada de un puerto que se pasa para entrar a la provincia de México por allÃ; los cuales de parte del dicho señor me dijeron que, porque ellos pocos dÃas ha habÃan venido a mà a dar la obediencia que a vuestra sacra majestad debÃan y se habÃan ofrecido por sus vasallos y que porque yo no los culpase, creyendo que por su consentimiento era, me hacÃan saber cómo en la dicha ciudad estaban aposentados ciertos capitanes de Culúa y que en ella y a una legua de ella estaban treinta mil hombres en guarnición, guardando aquel puerto y paso para que no pudiésemos pasar por él y también para defender que los naturales de la dicha ciudad ni de otras provincias a ellas comarcanas sirviesen a vuestra alteza ni fuesen nuestros amigos. Y que algunos hubieran venido a ofrecerse a su real servicio si aquéllos no lo impidiesen y que me lo hacÃan saber para que lo remediase, porque demás del impedimento que era a los que buena voluntad tenÃan, los de la dicha ciudad y todos los comarcanos recibÃan mucho daño. Porque, como estaba mucha gente junta y de guerra, eran muy agraviados y maltratados, y les tomaban sus mujeres y haciendas y otras cosas; y que viese yo qué era lo que mandaba que ellos hiciesen y que dándoles favor, ellos lo harÃan. Y luego, después de haberles agradecido su aviso y ofrecimiento, les di trece de caballo y doscientos peones que con ellos fuesen y hasta treinta mil indios de nuestros amigos. Y fue el concierto que los llevarÃa por partes que no fuesen sentidos y que después que llegase junto a la ciudad el señor y los naturales de ella y los demás sus vasallos y valedores, estarÃan apercibidos y cercarÃan los aposentos donde los capitanes estaban aposentados y los prenderÃan y matarÃan antes que la gente los pudiese socorrer y que cuando la gente viniese, ya los españoles estarÃan dentro de la ciudad y pelearÃan con ellos y los desbaratarÃan.
Idos ellos y los españoles, fueron por la ciudad de Chururtecal y por alguna parte de la provincia de Guasucingo, que confina con la tierra de esta ciudad de Guacachula, hasta cuatro leguas de ella y en un pueblo de la dicha provincia de Guasucingo, dizque dijeron a los españoles que los naturales de esta provincia estaban confederados con los de Guacachula y con los de Culúa para que debajo de aquella cautela llevasen a los españoles a la dicha ciudad y que allá todos juntos diesen en los dichos españoles y les matasen. Y como aún no del todo era salido el temor que los de Culúa en su ciudad y en su tierra nos pusieron, puso espanto esta información a los españoles y el capitán que yo enviaba con ellos hizo sus pesquisas como lo supo entender y prendieron todos aquellos señores de Guacachula y presos, con ellos se volvieron a la ciudad de Chururtecal, que está cuatro leguas de allà y desde allà me enviaron todos los presos con cierta gente de caballo y peones, con la información que habÃan habido. Y demás de esto me escribió el capitán que los nuestros estaban atemorizados y que le parecÃa que aquella jornada era muy dificultosa. Llegados los presos les hablé con las lenguas que yo tengo y habiendo puesto toda diligencia para saber la verdad, pareció que no los habÃa el capitán bien entendido. Y luego los mandé soltar y los satisfice con que yo creÃa que aquéllos eran leales vasallos de vuestra sacra majestad y que yo querÃa ir en persona a desbaratar aquellos de Culúa y por no mostrar flaqueza ni temor a los naturales de la tierra, asà a los amigos como a los enemigos, me pareció que no debÃa cesar la jornada comenzada. Y por quitar algún temor del que los españoles tenÃan, determiné de dejar los negocios y despacho para vuestra majestad, en que entendÃa y a la hora me partà a la mayor prisa que pude y llegué aquel dÃa a la ciudad de Chururtecal, que está ocho leguas de esta villa, donde hallé a los españoles, que todavÃa se afirmaban ser cierta la traición.
Y otro dÃa fui a dormir al pueblo de Guasucingo donde los señores habÃan sido presos. El dÃa siguiente, después de haber concertado con los mensajeros de Guacachula el por dónde y cómo habÃa de entrar en la dicha ciudad, me partà para allá una hora antes que amaneciese y fui sobre ella casi a las diez del dÃa. Y a media legua me salieron al camino ciertos mensajeros de la dicha ciudad y me dijeron como estaba todo muy bien provisto y a punto y que los de Culúa no sabÃan nada de nuestra venida, porque ciertas espÃas que ellos tenÃan en los caminos, los naturales de la dicha ciudad las habÃan prendido y asà mismo habÃan hecho a otros que los capitanes de Culúa enviaban a asomarse por las cercas y torres de la ciudad a descubrir el campo y que a esta causa toda la gente de los contrarios estaba muy descuidada, creyendo que tenÃan recaudo en sus velas y escuchas; por tanto, que llegase, que no podÃa ser sentido. Y asÃ, me di mucha prisa por llegar a la ciudad sin ser sentido, porque Ãbamos por un llano donde desde allá nos podrÃan bien ver.
Y según pareció, como de los de la ciudad fuimos vistos, viendo que tan cerca estábamos, luego cercaron los aposentos donde los dichos capitanes estaban y comenzaron a pelear con los demás que por la ciudad estaban repartidos. Y cuando yo llegué a un tiro de ballesta de la dicha ciudad ya me traÃan hasta cuarenta prisioneros y todavÃa me di prisa a entrar. Dentro en la ciudad andaba muy gran grita por todas las calles; peleando con los contrarios y guiando por un natural de la dicha ciudad, llegué al aposento donde los capitanes estaban, el cual hallé cercado de más de tres mil hombres que peleaban por entrarles por la puerta y les tenÃan tomados todos los altos y azoteas. Los capitanes y la gente que con ellos se halló peleaban tan bien y esforzadamente, que no les podÃan entrar el aposento, puesto que eran pocos; porque, demás de pelear ellos como valientes hombres, el aposento era muy fuerte y como yo llegué luego entramos y entró tanta gente de los naturales de la ciudad, que en ninguna manera los podÃamos socorrer, que muy brevemente no fuesen muertos.
Porque yo quisiera tomar algunos a vida, para informarme de las cosas de la gran ciudad y de quién era señor después de la muerte de Mutezuma y de otras cosas y no pude tomar sino a uno mas muerto que vivo, del cual me informé, como adelante diré.
Por la ciudad mataron muchos de ellos que en ella estaban aposentados; y los que estaban vivos cuando yo en la ciudad entré, sabiendo mi venida, comenzaron a huir hacia donde estaba la gente que tenÃan en guarnición, y en el alcance asà mismo murieron muchos. Y fue tan presto oÃdo y sabido este tumulto por la dicha gente de la guarnición, porque estaba en un alto llano del derredor, que casi a una sazón llegaron los que salÃan huyendo de la dicha ciudad y la gente que venÃa en socorro y a ver qué cosa era aquella. Los cuales eran más de treinta mil hombres y las más lucida gente que hemos visto, porque traÃan muchas joyas de oro y plata y plumajes; y como es grande la ciudad, comenzaron a poner fuego en ella por aquella parte por donde entraban. Lo cual fue muy presto hecho saber por los naturales, y salà con sola la gente de caballo, porque los peones estaban ya muy cansados, y rompimos por ellos, y retrajéronse a un paso, el cual les ganamos, y salimos tras ellos, alcanzando muchos por una cuesta arriba muy agra, y tal, que cuando acabamos de enc*mbrar la sierra, ni los enemigos ni nosotros podÃamos ir atrás ni adelante. Y asà cayeron muchos de ellos muertos y ahogados de la calor, sin herida ninguna, y dos caballos, se ancaron y el uno murió. Y de esta manera hicimos mucho daño, porque ocurrieron muchos indios de los amigos nuestros, y como iban descansados, y los contrarios casi muertos, mataron muchos. Por manera que en poco rato estaba el campo vacÃo de los vivos, aunque de los muertos algo ocupado; y llegamos a los aposentos y albergues que tenÃan hechos en el campo nuevamente, que en tres partes que estaban, parecÃan cada una de ellas una razonable villa, porque, además de la gente de guerra, tenÃan mucho aparato de servidores y fornecimiento para su real, porque, según después supe, en ellos habÃa personas principales; lo cual fue todo despojado y quemado por los indios nuestros amigos, y certifico a vuestra sacra majestad que habÃa ya juntos de los dichos nuestros amigos más de cien mil hombres. Y con esta victoria, habiendo echado todos los enemigos de la tierra, hasta los pasar allende unas puentes y malos pasos que ellos tenÃan, nos volvimos a la ciudad, donde de los naturales fuimos bien recibidos y aposentados, y descansamos en la dicha ciudad tres dÃas, de que tenÃamos bien necesidad.
En este tiempo vinieron a se ofrecer al real servicio de vuestra majestad los naturales de una población grande que está encima de aquellas sierras, dos leguas de donde el real de los enemigos estaba, y también al pie de la sierra, donde he dicho que sale aquel humo, que se llama esta dicha población Ocupatuyo. Y dijeron que el señor que allà tenÃan se habÃa ido con los de Culúa al tiempo que por allà los habÃamos corrido, creyendo que no parábamos hasta su pueblo, y que muchos dÃas habÃa que ellos quisieran mi amistad, y haber venido a se ofrecer por vasallos de vuestra majestad, sino que aquel señor no los dejaba ni habÃa querido, puesto que ellos muchas veces se lo habÃan requerido y dicho. Y que ahora ellos querÃan servir a vuestra alteza; y que allà habÃa quedado un hermano del dicho señor, el cual siempre habÃa sido de su opinión y propósito, y ahora asà mismo lo era. Y que me rogaban que tuviese por bien que aquel sucediese en el señorÃo, y que aunque el otro volviese, que no consintiese que por señor fuese recibido, y que ellos tampoco lo recibirÃan. Y yo les dije que por haber sido hasta allà de la liga y parcialidad de los de Culúa, y se haber rebelado contra el servicio de vuestra majestad, eran dignos de mucha pena, y que asà tenÃa pensando de la ejecutar en sus personas y haciendas; pero que pues habÃan venido, y decÃan que la causa de su rebelión y alzamiento habÃa sido aquel señor que tenÃan, que yo, en nombre de vuestra majestad, les perdonaba el yerro pasado, y los recibÃa y admitÃa a su real servicio, y que los apercibÃa que si otra vez semejante yerro cometiesen, serian punidos y castigados, y que si leales vasallos a vuestra alteza fuesen, serÃan de mÃ, en su real nombre, muy favorecidos y ayudados; y asà lo prometieron.
Esta ciudad de Guacachula está asentada en un llano, arrimada por la una parte a unos muy altos y ásperos cerros, y por la otra todo el llano la cercan dos rÃos, a dos tiros de ballesta el uno del otro, que cada uno tiene muy altas y muy grandes barrancas. Y tanto, que para la ciudad hay por ellos muy pocas entradas, y las que hay son ásperas de bajar y subir, que apenas las pueden bajar y subir cabalgando. Y toda la ciudad está cercada de muy fuerte muro de cal y canto, tan alto como cuatro estados por de fuera de la ciudad, y por dentro está casi igual con el suelo. Y por toda la muralla va su petril tan alto como medio estado; para pelear tiene cuatro entradas tan anchas como uno puede entrar a caballo, y hay en cada entrada tres o cuatro vueltas de la cerca, que encabalga en un lienzo en el otro, y hacia a aquellas vueltas hay también encima de la muralla su petril para pelear. En toda la cerca tienen mucha cantidad de piedras grandes y pequeñas y de todas maneras con que pelean. Será esta ciudad de hasta cinco o seis mil vecinos, y tendrá de aldeas a ellas sujetas otros tantos y más. Tiene muy gran sitio, porque de dentro de ella hay muchas huertas y frutas y flores a su costumbre.
Y después de haber reposado en esta dicha ciudad tres dÃas, fuimos a otra ciudad que se dice Izcucan, que está cuatro leguas de ésta de Guacachula, porque fui informado que en ella asà mismo habÃa mucha gente de los de Culúa en guarnición, y que los de la dicha ciudad y otras villas y lugares sus sufragáneos, eran y se mostraban muy parciales de los de Culúa, porque el señor de ella era su natural, y aun pariente de Mutezuma. Iba en mi compañÃa tanta gente de los naturales de la tierra, vasallos de vuestra majestad, que casi podÃamos alcanzar a ver. Y de verdad habÃa más de ciento y veinte mil hombres. Llegamos sobre la dicha ciudad de Izcucan a hora de las diez, y estaba despoblada de mujeres y de gente menuda, y habÃa en ella hasta cinco o seis mil hombres de guerra muy bien aderezados. Y como los españoles llegamos delante, comenzaron algo a defender su ciudad; pero en poco rato la desampararon, porque por la parte que fuimos guiados para entrar en ella estaba razonable la entrada. SeguÃmoslos por toda la ciudad hasta los hacer saltar por encima de los adarves a un rÃo que por la otra parte la cerca toda, del cual tenÃan quebradas las puentes, y nos detuvimos algo en pasar, y seguimos el alcance hasta legua y media más, en que creo se escaparon pocos de aquellos que allà quedaron.
Vueltos a la ciudad, envié dos de los naturales de ella, que estaban presos, a que hablasen a las personas principales de la dicha ciudad, porque el señor de ella se habÃa también ido con los de Culúa que estaban allà en guarnición, para que los hiciese volver a su ciudad; y que yo les prometÃa en nombre de vuestra majestad, que siendo ellos leales vasallos de vuestra alteza de allà adelante serÃan de mà muy bien tratados, y perdonados de la rebelión y yerro pasado. Los dichos naturales fueron, y dende a tres dÃas vinieron algunas personas principales y pidieron perdón de su yerro, diciendo que no habÃan podido más, porque habÃan hecho lo que su señor les mandó; y que ellos prometÃan de ahà adelante, pues su señor era ido y dejádolos, de servir a vuestra majestad muy bien y lealmente. Yo les aseguré y dije que se viniesen a sus casas, y trajesen sus mujeres e hijos, que estaban en otros lugares y villas de su parcialidad. Y les dije que hablasen asà mismo a los naturales de ellas para que viniesen a mà y que yo les perdonaba lo pasado; y que no quisiesen que yo hubiese de ir sobre ellos, porque recibirÃan mucho daño, de lo cual me pesarÃa mucho, y asà fue hecho.
De ahà a tres dÃas se tornó a poblar la dicha ciudad de Izcucan, y todos los sufragáneos a ella vinieron a se ofrecer por vasallos de vuestra alteza, y quedó toda aquella provincia muy segura, y por nuestros amigos y confederados con los de Guacachula. Porque hubo cierta diferencia sobre a quien pertenecÃa el señorÃo de aquella ciudad y provincia de Izcucan por ausencia del que se habÃa ido a México. Y puesto que hubo algunas contradicciones y parcialidades entre un hijo bast*rdo del señor natural de la tierra, que habÃa sido muerto por Mutezuma, y puesto el que a la sazón era, y casádole con una sobrina suya, y entre un nieto del dicho señor natural, hijo de su hija legÃtima, la cual estaba casada con el señor de Guacachula, y habÃan habido aquel hijo, nieto del dicho señor natural de Izcucan, se acordó entre ellos que heredase el señorÃo aquel hijo del señor de Guacachula, que venÃa de legÃtima lÃnea de los señores de allÃ. Y puesto que el otro fuese hijo, que por ser bast*rdo no debÃa de ser señor, asà quedó, y obedecieron en mi presencia a aquel muchacho, que es de edad de hasta diez años; y que por no ser de edad para gobernar, que aquel su tÃo bast*rdo y otros tres principales, uno de la ciudad de Guacachula y los dos de Izcucan, fuesen gobernadores de la tierra y tuviesen al muchacho en su poder hasta tanto que fuese de edad para gobernar.
Esta ciudad de Izcucan será de hasta tres o cuatro mil vecinos; es muy concertada en sus calles y tratos; tenÃa cien casas de mezquitas y oratorios muy fuertes con sus torres, las cuales todas se quemaron. Está en un llano a la falda de un cerro mediano, donde tiene una muy buena fortaleza; y por la otra parte de hacia el llano está cercada de un hondo rÃo que pasa junto a la cerca, y está cercada de la barranca del rÃo, que es muy alta, y sobre la barranca hecho un petril toda la ciudad en torno, tan alto como un estado; tenÃa por toda esta cerca muchas piedras. Tiene un valle redondo, muy fértil de frutas y algodón, que en ninguna parte de los puertos arriba se hace, por la gran frialdad, y allà es tierra caliente, y cáusalo que está muy abrigado de sierras. Todo este valle se riega por muy buenas acequias, que tiene muy bien sacadas y concertadas.
En esta ciudad estuve hasta la dejar muy poblada y pacÃfica; y a ella vinieron asà mismo a se ofrecer por vasallos de vuestra majestad el señor de una ciudad que se dice Guajocingo, y el señor de otra ciudad que está a diez leguas de esta de Izcucan, y son fronteros de la tierra de México. También vinieron de ocho pueblos de la provincia de Coastoaca, que es una de que en los capÃtulos antes de éste hice mención que habÃan visto los españoles que yo envié a buscar oro a la provincia de Zuzula; donde, y en la de Tamazuela, porque está junto a ella, dije que habÃa muy grandes poblaciones y casas muy bien obradas, de mejor canterÃa que en ninguna de estas partes se habÃa visto. La cual dicha provincia de Coastoaca está cuarenta leguas de allà de Izcucan; y los naturales de los dichos ocho pueblos se ofrecieron asà mismo por vasallos de vuestra alteza, y dijeron que otros cuatro que restaban en la dicha provincia vendrÃan muy presto; y me dijeron que les perdonase porque antes no habÃan venido, que la causa habÃa sido no osar por temor de los de Culúa; porque ellos nunca habÃan tomado armas contra mÃ, ni habÃan sido en muerte de ningún español, y que siempre, después que al servicio de vuestra alteza se habÃan ofrecido, habÃan sido buenos y leales vasallos suyos en sus voluntades, pero que no las habÃan osado manifestar por temor de los de Culúa. De manera, que puede vuestra alteza ser muy cierto que, siendo Nuestro señor servido en su real ventura, en muy breve tiempo se tornará a ganar lo perdido o mucha parte de ello; porque de cada dÃa se vienen a ofrecer por vasallos de vuestra majestad de muchas provincias y ciudades que antes eran sujetas a Mutezuma, viendo que los que asà lo hacen son de mà muy bien recibidos y tratados, y los que al contrario, de cada dÃa destruidos.
De los que en la ciudad de Guacachula se prendieron, en especial de aquel herido, supe muy por extenso las cosas de la gran ciudad de Temixtitan, y cómo después de la muerte de Mutezuma habÃa sucedido en el señorÃo un hermano suyo, señor de la ciudad de Ixtapalapa que se llamaba Cuetravacin, el cual sucedió en el señorÃo porque murió en las puentes el hijo de Mutezuma, que heredaba el señorÃo, y otros dos hijos suyos que quedaron vivos; el uno dicen que es loco y el otro perlático, y a esta causa decÃan aquellos que habÃa heredado aquel hermano suyo; y también porque él nos habÃa hecho la guerra y porque lo tenÃa por valiente hombre, muy prudente. Supe asà mismo cómo se fortalecÃan, asà en la ciudad como en todas las otras de su señorÃo, y hacÃan muchas cercas y cavas y fosados, y muchos géneros de armas; en especial supe que hacÃan lanzas largas como piernas para los caballos, y aún ya hemos visto algunas de ellas. Porque de esta provincia de Tepeaca se hallaron algunas con que pelearon, y en los ranchos y aposentos en que la gente de Culúa estaba en Guacachula se hallaron asà mismo muchas de ellas. Otras muchas cosas supe que, por no dar a vuestra alteza importunidad, dejo.
Yo envÃo a la isla Española cuatro navÃos para que luego vuelvan cargados de caballos y gente para nuestro socorro; y asà mismo envÃo a comprar otros cuatro para que, desde la dicha isla Española y ciudad de Santo Domingo, traigan caballos y armas y ballestas y pólvora, porque esto es lo que en estas partes es más necesario; porque peones y rodeleros aprovechan muy poco solos, por ser tanta cantidad de gente y tener tan fuertes y grandes ciudades y fortalezas, y escribo al licenciado Rodrigo de Figueroa, y a los oficiales de vuestra alteza que residen en la dicha isla, que den para ello todo el favor y ayuda que ser pudiere, porque asà conviene mucho al servicio de vuestra alteza y a la seguridad de nuestras personas; porque viniendo esta ayuda y socorro, pienso volver sobre aquella gran ciudad y su tierra, y creo, como ya a vuestra majestad he dicho, que en muy breve tornará al estado en que antes yo la tenÃa, y se restaurarán las pérdidas pasadas. En tanto, yo quedo haciendo doce bergantines para entrar por la laguna, y estáse labrando ya la tablazón y piezas de ellos, porque asà se han de llevar por tierra, porque en llegando, luego se liguen y acaben en breve tiempo; y asà mismo se hace clavazón para ellos, y está aparejada pez y estopa, y velas y remos, y las otras cosas para ello necesarias. Y certifico a vuestra majestad que hasta conseguir este fin no pienso tener descanso ni cesar para ello todas las formas y maneras a mà posibles, posponiendo para ello todo el trabajo y peligro y costa que se me puede ofrecer.
Habrá dos o tres dÃas que por carta del teniente que en mi lugar está en la Villa de la Vera Cruz, supe cómo al puerto de la dicha villa habÃa llegado una carabela pequeña con hasta treinta hombres de mar y tierra, que dizque venÃa en busca de la gente que Francisco de Garay habÃa enviado a esta tierra, de que ya a vuestra alteza he hecho relación, y cómo habÃa llegado con mucha necesidad de bastimentos; y tanta, que si no hubieran hallado allà socorro se murieran de sed y hambre. Supe de ellos cómo habÃan llegado al rÃo de Pánuco, y estado en él treinta dÃas surtos, y no habÃa visto gente en todo el rÃo ni tierra; de donde se cree que a causa de lo que allà sucedió se ha despoblado aquella tierra. Y asimismo dijo la gente de la dicha carabela que luego tras ellos habÃan de venir otros dos navÃos del dicho Francisco de Garay con gentes y caballos y que creÃan que eran ya pasados la costa abajo, y pareciome que c*mplÃa al servicio de vuestra alteza, porque aquellos navÃos y gente que en ellos iba no se pierda y yendo desproveÃdos de aviso de las cosas de la tierra, los naturales no hiciesen en ellos más daño de lo que en los primeros hicieron, enviar la dicha carabela en busca de los dos navÃos para que los avisen de lo pasado, y se viniesen al puerto de la dicha villa, donde el capitán que envió el dicho Francisco de Garay primero estaba esperándoles. Plega a Dios que los halle y a tiempo que no hayan salido a tierra, porque según los naturales ya estaban sobre aviso, y los españoles sin él, temo recibirÃan mucho daño, y de ello Dios Nuestro señor y vuestra alteza serÃan muy deservidos, porque serÃa encarnar más aquellos perros de lo que están encarnados, y darles más ánimo y osadÃa para acometer a los que adelante fueren.
En un capÃtulo antes de éstos he dicho cómo habÃa sabido que por muerte de Mutezuma habÃa alzado por señor a su hermano, que se dice Cuetravacin, el cual aparejaba muchos géneros de armas y se fortalecÃa en la gran ciudad y en otras ciudades cerca de la laguna. Y ahora de poco a acá he asà mismo sabido que el dicho Cuetravacin ha enviado sus mensajeros por todas las tierras y provincias y ciudades sujetas a aquel señorÃo, a decir y certificar a sus vasallos que él les hace gracia por un año de todos los tributos y servicios que son obligados a le hacer, y que no le den ni le paguen cosa alguna, con tanto que por todas las maneras que pudiesen hiciesen muy cruel guerra a todos los cristianos hasta los matar o echar de toda la tierra; y que asà mismo la hiciesen a todos los naturales que fuesen nuestros amigos y aliados; y aunque tengo esperanza en Nuestro señor que en ninguna cosa saldrán con su intención y propósito, hállome en muy extrema necesidad para socorrer y ayudar a los indios nuestros amigos, porque cada dÃa vienen de muchas ciudades y villas y poblaciones a pedir socorro contra los indios de Culúa, sus enemigos y nuestros, que les hacen cuanta guerra pueden, a causa de tener nuestra amistad y alianza, y yo no puedo socorrer a todas partes, como querrÃa. Pero, corno digo, placerá a Nuestro Señor, suplir a nuestras pocas fuerzas, y enviara presto el socorro, asà el suyo como el que yo envÃo a pedir a la Española.
Por lo que yo he visto y comprendido cerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, asà en la fertilidad como en la grandeza y frÃos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Oceáno; y asÃ, en nombre de vuestra majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre asÃ.
Yo he escrito a vuestra majestad, aunque mal dicho, la verdad de todo lo sucedido en estas partes y aquello que de más necesidad hay de hacer saber a vuestra alteza; y por otra mÃa, que va con la presente, envÃo a suplicar a vuestra real excelencia mande enviar una persona de confianza que haga inquisición y pesquisa de todo e informe a vuestra sacra majestad de ello. También en ésta lo torno humildemente a suplicar, porque en tan señalada merced lo tendré como en dar entero crédito a lo que escribo.
Muy alto y muy excelentÃsimo prÃncipe, Dios Nuestro señor la vida y muy real persona y muy poderoso estado de vuestra sacra majestad conserve y aumente por muy largos tiempos, con acrecentamiento de muy mayores reinos y señorÃos, como su real corazón desea. De la villa Segura de la Frontera de esta Nueva España, a 30 de octubre de mil quinientos veinte años. De vuestra sacra majestad muy humilde siervo y vasallo que los muy reales pies y manos de vuestra alteza besa. Fernán Cortés.
Después de ésta, en el mes de marzo primero que pasó vinieron nuevas de la dicha Nueva España, cómo los españoles habÃan tomado por fuerza la grande ciudad de Temixtitan, en la cual murieron más indios que en Jerusalén judÃos en la destrucción que hizo Vespasiano; ya asà mismo habÃa en ellas más número de gente que en la dicha ciudad santa. Hallaron poco tesoro, a causa que los naturales lo habÃan echado y sumido en las lagunas. Sólo doscientos mil pesos de oro tomaron, y quedaron muy fortalecidos en la dicha ciudad los españoles, de los cuales hay al presente en ella mil quinientos peones y quinientos de caballo; y tienen más de cien mil indios de los naturales de la tierra en el campo en su favor. Son cosas grandes y extrañas, y es otro mundo sin duda, que de sólo verlo tenemos harta codicia los que a los confines de él estamos.
Estas nuevas son hasta principio de abril de mil quinientos veintidós años, las que acá tenemos dignas de fe.